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Vivimos en una época donde las nuevas generaciones son nativas digitalmente, diversas étnicamente, tienden a casarse a una mayor edad, y están menos comprometidas con las tradiciones en los roles de género que cualquier otra generación. Con un teléfono inteligente en la mano, Google y las redes sociales están trazando un nuevo estándar sobre cómo ser padres.

Estos jóvenes adultos, que fueron educados con el individualismo y la libre expresión como los valores más altos, están guiando a sus familias como minidemocracias, y enseñan a sus hijos a “ser ellos mismos” y probar nuevas cosas. Si antes era común consultar a nuestros padres para asuntos de crianza, esta generación los ha reemplazado por sus cuatro mejores amigos: Facebook, Twitter, blogs, y apps.

Frente a esta realidad debemos preguntarnos, ¿son las creencias, tendencias, y hábitos de esta generación las que están moldeando la forma en que criamos a nuestros hijos? ¿O es el evangelio?

Un legado de fe

En nuestros días, es cada vez más común el pensar que la crianza implica fundamentalmente la provisión de los elementos básicos para la vida: la alimentación, el vestido, el techo, y la educación. Cualquier padre que cumpla con estos parámetros podría ser considerado bueno a los ojos de la sociedad. En cambio, la instrucción espiritual de un hijo es vista por muchos como un abuso, pues la labor de los padres es exponerlos a la “diversidad” para que ellos encuentren su propio camino.

Lo interesante y triste de esta realidad es que algunos creyentes están siendo influenciados por este pensamiento. Si bien no consideran la instrucción espiritual como un abuso, sí han adoptado el segundo rol: exponerlos al evangelio para que los hijos encuentren el camino a Dios.

Cuando nos acercamos a las Escrituras, particularmente al Pentateuco, los Libros Históricos y los Salmos, observamos que los padres deben entregar a sus hijos un legado de fe en Dios. Luego de haber sido rescatados de Egipto y antes de entrar a la tierra prometida, los israelitas recibieron un recordatorio de la ley de Dios (Dt. 4:1-14), los 10 mandamientos (Dt. 5:6-21), el Shema (“Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor uno es”, Dt. 6:4), y el gran mandamiento (Dt. 6:5). Luego, Dios les dijo:

“Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón. Las enseñarás diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Las atarás como una señal a tu mano, y serán por insignias entre tus ojos. Las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas” (Dt. 6:6-9).

Una de las responsabilidades primarias de un padre en el antiguo Israel era modelar una vida de fidelidad a Dios (cf. Noé, Gn. 6:9; Abraham, Gn. 17:1-7; Josué, Js. 24:15). El caso de Timoteo es especial, porque encontramos que su padre era pagano (cf. Hch. 16:1-3), pero sabemos que su madre era creyente, y que ella lo instruyó de acuerdo a lo establecido por Dios (2 Ti. 3:14-15).

Cualquiera que sea la situación —casada con un hombre inconverso o una mujer sola—, el ejemplo de Eunice nos muestra que sí es posible transmitir un legado de fe sincera, aún en escenarios complejos (cp. 1 Pe. 3:1-4).

Un legado de obediencia

La imagen de “padre-hijo” es común en las Escrituras, y usualmente está relacionada con el tema de disciplina, amor, y obediencia (Dt. 8:5-6; Pr. 3). De hecho, el autor de Hebreos nos recuerda que la disciplina es la marca de un hijo legítimo (He. 12:8). Todo padre que desee que su hijo crezca hacia la madurez, debe entrar en un proceso que involucra corrección y disciplina que los equipa para obedecer.

Los casos de Elí y David nos permiten ver el modelo de padres que no corrigieron a sus hijos, o que probablemente no se “entrometieron” en sus vidas, y cuyo pecado finalmente les llevó a la muerte (1 Sa. 2:17-24; 2 Sa. 13; 1 Re. 1:6). La disciplina parental que nos aconseja Dios está lejos de ser violenta, abusiva, o traumática como pretenden argumentar algunas corrientes actuales. El biblista Pablo Wegner realizó un estudio sobre la disciplina en el libro de Proverbios, encontrando al menos ocho niveles de disciplina. Entre ellos se encuentran:

  • Informar proactivamente sobre el comportamiento inadecuado (1:10-15; 3:31-32); 
  • Explicar las consecuencias negativas del pecado (1:18-19; 5:3-6);
  • Exhortar gentilmente (4:1-2; 14-16); 
  • Reprender gentilmente (3:12; 24:24-25); 
  • Y aplicar disciplina física que no lastima (13:24; 19:18; 23:13-14).

Los padres deben entender que sus hijos no son sencillamente “desobedientes”; son desobedientes porque son pecadores. Los hijos finalmente necesitan salvación, no solamente disciplina. Por eso es vital que los padres cumplan su función, no meramente para recibir la obediencia de sus hijos, sino porque esto les ayudará a ellos a ejercitar su obediencia en su relación personal con Dios (He. 12:9).

El evangelio transforma la manera en que observamos la crianza de los hijos en dos áreas: 1) Cuando nos enseña que la función primordial de los padres (no de la iglesia) es dar un legado de fe en Dios y no solamente sostenerlos materialmente, y 2) cuando nos exhorta a manifestarles nuestro amor por medio de la disciplina, de modo que aprendan obediencia. Esto nos lleva a considerar con intención y detenimiento nuestras prioridades y roles en el hogar, recordando que nuestra tarea no es impulsarlos a “ser ellos mismos” sino a ser como Cristo.

Imagen: Lightstock
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