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¿Qué significa tomar el nombre de Dios en vano?

La ética de Jesús es la ética de los diez mandamientos. Él enseñó a su pueblo a vivir de acuerdo con esa regla, y así lo hizo Él mismo. Él es la encarnación misma de la obediencia a Dios; en ninguna parte como en la vida de Jesús los diez mandamientos son personificados y manifestados a plenitud.

La ley de Dios requiere de nosotros no tomar su nombre en vano, por lo que Jesús nos enseña a orar: “Santificado sea Tu nombre” (Mat. 6:9). La oración expresa nuestro deseo de obedecer el tercer mandamiento. También expresa nuestra necesidad de la gracia de Dios para hacerlo. La oración es reconocer que lo que Dios requiere de nosotros, Él también lo provee para nosotros.

En la Escritura el nombre de Dios es un medio para su revelación. Ya en Génesis 4:26 hay una referencia a gente invocando el nombre del Señor, no porque Dios les había dicho su nombre de pacto, sino porque había hablado y se había revelado a sí mismo. Más tarde, sin embargo, Dios hizo conocer su nombre. Él se reveló a Moisés como el gran “YO SOY” (Ex. 3:14), y declaró que había levantado al faraón para que su nombre —la revelación de su justicia y poder— fuera proclamado por toda la tierra (Ex. 9:16). Después se construyó el templo “al nombre del Señor” (1 Rey. 3:2; 8:17), y ese nombre se convirtió en objeto de culto de Israel cuando alabaron el nombre de Dios en canto (Sal.  69:30; 122:4).

Tan importante es el nombre de Dios, que es resguardado solemnemente en los diez mandamientos por una prohibición de tomar su nombre en vano (Ex. 7). La violación de esta ley es un delito capital: “El que blasfeme el nombre del Señor, ciertamente ha de morir” (Lev. 24:16). Levítico cita diversos ejemplos de malos usos del nombre de Dios, incluyendo: ofrecer niños a Moloc (18:21), jurar en vano (19:12), y afeitar el borde de la barba de los sacerdotes (21:5-6). La gran variedad de infracciones del mandamiento muestran que tomar el nombre del Señor en vano implica no solo hablarlo mal, sino que también incluye vivirlo mal.

Era el nombre del Señor que debía ser puesto “sobre” el pueblo de Israel, a través de la bendición de Aarón (Num. 6:24-27). El nombre no era simplemente un título o un epíteto; incluía el carácter y la eminencia del Dios revelado para la salvación y la santificación de su pueblo. Por el nombre de Dios eran salvos, y por el nombre de Dios eran apartados.

Estos temas son evidentes en la vida y obra de Jesús. Él había venido a la Tierra por nosotros y por nuestra salvación, en el nombre del Padre (Jn. 5:43; 10:25). Vivió para glorificar el nombre de Dios (12:28; 17:4) y revelarlo (17:6). En su nombre Dios había preservado a su pueblo, y en ese mismo nombre serían guardados para siempre (17:11-12). El nombre de Dios, sobre su pueblo a través del bautismo (Mat. 28:19), sería el nombre por el cual el Espíritu Santo vendría a consolarlos y escuchar sus oraciones (Jn. 14:26; 16:23). Es el nombre de Dios que garantiza la vida eterna a todos los que creen (20:31).

Juan Calvino por lo tanto está en lo correcto al comentar acerca del tercer mandamiento: “Es importante que de corazón y de palabra cuidemos de no pensar ni hablar de Dios y de sus misterios sino con gran reverencia y sobriedad; y al considerar sus obras no concibamos nada que no sea para honra y gloria suya” (Institutos 2.8.22). Ese sentido de veneración en relación al nombre de Dios es lo que caracteriza una vida de santidad y genuina adoración. Tanto en nuestro servicio y en nuestra adoración, debemos pensar en las cosas de Dios con adoración y reverencia, sabiendo que el hecho de que Dios se ha revelado a nosotros por nombre es en sí mismo un gran acto de gracia.

En su estudio de los diez mandamientos, el famoso puritano Tomás Watson cita doce maneras en que usamos el nombre de Dios en vano. Entre ellos están usar el nombre de Dios irreverentemente, declarar su nombre pero no vivir de acuerdo a esa profesión, adorarlo externamente pero no en el corazón, usar mal su Palabra, falsificar nuestras promesas, y hablar sin cuidado del honor de Dios. Es un análisis meticuloso, cuya intención no es la de microgestionar nuestra conducta, sino mostrar cómo el tercer mandamiento afecta toda la vida.

Al nombrarse a sí mismo, Dios no solo revela lo que es, sino que lo hace de tal manera que podamos conocerlo personalmente. Vivir bajo los términos del tercer mandamiento es reconocer y confesar que Dios merece el más alto honor; que Él nos ha señalado al poner su nombre en nosotros; que estaríamos perdidos por completo si no fuera que por su nombre Él nos guarda y protege; y que Él nos llama a vivir según el ejemplo de Jesús, glorificando a Dios en la tierra. Somos los portadores del nombre de Dios; que todas nuestras conductas lo muestren.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Markos Fehr.
Imagen: Lightstock
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