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Es una pregunta que nos han hecho, y que nosotros mismos nos hemos hecho: “¿Qué pasa con las personas que nunca oyen el evangelio?” Para los que creemos en la Biblia, solo hay dos posibilidades: o se salvan o se pierden; o van al cielo o van al infierno. Pero, ¿cuál de las dos será? A continuación ofrezco diez argumentos a favor de la tesis de que las personas que nunca oyen el evangelio no se salvan, sino que se pierden. Es un tema muy difícil – no pretendo dar la impresión de que sea fácil – y al final, el Señor actuará con perfecta justicia con todo el mundo. Pero si el Señor nos ha dado una mente, y si a esa mente la inquieta el pensamiento: “¿qué será de las personas que nunca tengan el privilegio de oír el evangelio?”, y si le ha parecido bien al Señor darnos en su Palabra aunque sea solo unos destellos en la oscuridad, creo que es nuestro deber intentar, con mucha humildad, llegar hasta donde podamos.

1. El verdadero asesino

“¿Quién será el asesino?” – es la pregunta que nos hacemos cuando estamos leyendo una novela del género “¿quién lo hizo?”. Pero, ¿quién es el verdadero asesino espiritual del ser humano? ¿Qué es lo que mata a la gente espiritualmente y les lleva al infierno? Hay quienes dicen que lo que condena a la gente es su rechazo del evangelio. Sin duda, en ello hay algo de verdad; como dirían los puritanos, rechazar el evangelio es pecar contra el remedio. Pero a mí me parece más correcto, más bíblico, decir que el verdadero asesino es el pecado. Fue aquella Caída en el pecado lo que separó al hombre de Dios y lo que trajo consigo la muerte – en todos los sentidos. Y será también el pecado la acusación escrita sobre la cabeza de toda persona impenitente en el día del juicio. Si tienes alguna enfermedad mortal, es cierto que el rechazo del tratamiento necesario te llevará a la muerte, pero lo que realmente te matará, estrictamente hablando, será la enfermedad misma. Las personas que nunca oyen el evangelio son, todas ellas, pecadoras – “no hay hombre [ni mujer] que no peque” (1 R. 8:46). La ignorancia del evangelio no exime de la culpa del pecado. Aunque a nosotros nos parezca injusto que esas personas nunca tengan la oportunidad de ser salvas, sigue siendo verdad que merecen ser castigadas por el hecho de ser pecadoras.

 2. ¿Derechos humanos?

Estamos tan acostumbrados a oír hablar de los derechos humanos, que sería fácil perder de vista que esos son los derechos de todos los seres humanos con respecto a los demás seres humanos. Pero, ¿qué derechos tiene el ser humano ante Dios? Ninguno, y eso por dos razones: (1) porque Dios es el Creador, y el ser humano es la criatura – Dios el Alfarero, y nosotros el barro en sus manos; y (2) porque nuestra condición de pecadores hace que nuestro único derecho ante Dios sea el derecho de ser castigados por él. Por eso nadie tiene derecho a escuchar el evangelio, o a tener por lo menos una oportunidad de ser salvo. Dios no está bajo ninguna obligación ni de salvar a nadie, ni de darle a nadie la oportunidad de escuchar el evangelio. Además, si estuviera bajo obligación, entonces eso no sería libre gracia. Nos puede parecer injusto que en esta esfera no exista la igualdad de oportunidades, pero aun si fuera verdad que Dios le diera a todo el mundo al menos una oportunidad de escuchar el evangelio, las oportunidades de unos y de otros nunca serían exactamente iguales.

3. Antes de Cristo

Me da la impresión de que cuando se habla de este tema de los que nunca oyen el evangelio, solo se piensa en las personas de ahora, o como mucho, solo en las personas que han vivido después de Cristo. Pero, ¿qué pasa con todas las personas que vivieron antes de Cristo? Tengo dos preguntas al respecto: (1) ¿Qué evidencia hay de que todas las personas que vivieron antes de Cristo llegaran a oír el evangelio (en el sentido profético en que lo oyeron los israelitas en aquel entonces)?; y: (2) si no todo el mundo llegó a oírlo, ¿se salvaron – fueron al cielo – los que no lo oyeron? La lógica es la misma, ¿no? Si el argumento es que no sería justo por parte de Dios condenar al infierno a nadie que no hubiera tenido por lo menos la oportunidad de conocer el camino de la salvación, el argumento es igual de válido si se aplica a las personas antes o después de Cristo.

4. “No tienen excusa”

Estas tres palabras, “no tienen excusa”, son una cita de Romanos 1 (las últimas palabras del versículo 20). En el contexto, el apóstol Pablo está estableciendo la verdad de la culpabilidad ante Dios de todos los seres humanos (en su condición natural), sean judíos o gentiles. Ahora, lo que nos interesa con respecto al tema que nos ocupa es el hecho de que Pablo dice “no tienen excusa”, no en un contexto del rechazo del evangelio, sino en el contexto de lo que los teólogos llaman la revelación general – lo que de Dios se puede conocer por medio de la creación, etc. (Ro. 1:18 y ss.). Es más, a continuación el apóstol demuestra la culpabilidad delante de Dios de todas aquellas personas que cometen cualquier forma de idolatría, ya que, aun sin tener acceso a la revelación especial, sí tienen esa revelación general, la cual, si bien no es suficiente para llevarles a la salvación, sí es suficiente para llevarles a la condenación. Así que, la pregunta aquí sería: ¿acaso no se podrían aplicar las palabras del apóstol – “no tienen excusa” – a todas las personas que nunca llegan a oír el evangelio?

5. Los sin ley

Un argumento parecido al anterior sería el de Romanos capítulo 2 (vv. 1-16). En este pasaje Pablo demuestra la justicia del juicio de Dios, tanto en el caso de los que conocen su ley (los judíos y otros) como en el caso de los que nunca llegan a conocer esa ley. Y lo que parece que viene a decir es que tanto los unos como los otros quedan bajo el juicio de Dios (para usar una frase de Romanos 3:19). Los que tienen la ley de Dios, porque no la han cumplido (Romanos 2:1-5, 13); y los que no tienen la ley (vv. 14-15), porque tienen la misma ley “escrita en sus corazones” (v. 15), y la conciencia de cada uno también le habla (v. 15b), y aun así pecan contra esa revelación interna. Por lo tanto, “todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán” (v. 12a). A algunos les parece ver aquí algo de esperanza para los que nunca oyen la Palabra de Dios, pero, ¡¿qué esperanza hay en eso de que “todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán”?! ¡¿Acaso hay alguno de ellos que no haya pecado?! Y, ¿no es cierto que todo el argumento del apóstol en esta primera parte de la carta tiene como fin el demostrar que todos los seres humanos, tanto judíos como gentiles, son culpables delante de Dios, y por lo tanto necesitan el evangelio?

6. El medio ordenado por Dios

Como ya hemos visto, el apuro espiritual en el que se encuentra todo ser humano delante de Dios es que todos son pecadores; todos son culpables; todos están bajo el justo juicio de Dios. ¿Entonces, cuál es la solución? – ¿cuál es la buena noticia? “Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Co. 1:21). ¿Qué implica eso? Pues, que la predicación del evangelio es el medio que Dios ha ordenado para la salvación de pecadores. El pecador es salvo oyendo el evangelio y creyéndolo. Este es el medio ordenado por Dios para la salvación de las personas. Pero si es así, ¡¿cómo se puede pensar que alguien pueda ser salvo precisamente por su ignorancia del evangelio?! ¡Es justo lo contrario de lo que dice aquí Pablo y de lo que enseña toda la Biblia! Dios dice que la única posibilidad de salvación para el ser humano en su situación de perdición es por medio de la predicación del evangelio. Entonces, ¡¿nos atreveremos nosotros a decir que las personas que nunca oigan el evangelio se salvarán precisamente por ello?!

7. La cadena de la salvación

Me refiero a Romanos 10:13-14: “Todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” Aquí, al igual que en el punto anterior, parece que el apóstol Pablo está diciendo con toda claridad que los que no oyen el evangelio no pueden ser salvos. Dice que para ser salvo, hay que invocar el nombre del Señor; y que para invocar el nombre del Señor, hay que creer en él; y que para poder creer en él, es necesario haber oído hablar de él; y que ello, a su vez, implica que alguien tiene que predicar (el evangelio). La clara implicación de todo ello es que si no se predica el evangelio, la gente no lo puede conocer; y si no llegan a conocerlo, no pueden creer en Cristo; y si no creen en Cristo, tampoco pueden invocar su nombre; y si no invocan su nombre, no pueden ser salvos. Conclusión: ¡La ignorancia del evangelio no salva!

 8. ¿Evangelizar o no evangelizar?

Si fuera verdad que las personas que nunca oyen el evangelio se salvan por no haber tenido la oportunidad de creer en Cristo, entonces, ¡¿no sería mejor prohibir la evangelización?! Si los miembros de una tribu, por ejemplo, todavía no conocen el evangelio, y si esa ignorancia les salva, ¡¿por qué llevarles el conocimiento del evangelio, si haciendo eso se corre el riesgo de que algunos de ellos (o todos ellos) rechacen el evangelio, cayendo así de la salvación por ignorancia a la condenación por rechazar el evangelio?! Si la ignorancia (del evangelio) salva, ¡bendita ignorancia!, ¡y maldito cualquiera que ponga en peligro la salvación de alguien, predicándole el evangelio!

9. Los dos siervos

En Lucas 12 (vv. 41-48) el Señor cuenta una parábola en la que un hombre pone sobre su casa a uno de sus siervos. Pero el siervo en cuestión no hace lo que debe, y cuando vuelve su señor, este lo castiga. Y es en este punto donde el Señor hace una distinción significativa: “Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco” (vv. 47-48). Aquí, la ignorancia (de la voluntad del señor de la casa) es un atenuante, pero no exime de la culpa ni libra del castigo. Los que nunca oyen el evangelio son menos culpables que los que sí lo oyen, pero ser menos culpable no es ser salvo. ¡”[Ser] azotado poco” no es una ilustración de algún rincón del cielo!

10. El atalaya infiel

El pasaje sobre el atalaya viene dos veces en el libro de Ezequiel (3:16-21; 33:1-9). Hay un detalle aquí que parece tener algo que ver con nuestro tema: “Te he puesto por atalaya a la casa de Israel; oirás, pues, tú la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte. Cuando yo dijere al impío: De cierto morirás; y tú no le amonestares ni le hablares, para que el impío sea apercibido de su mal camino a fin de que viva, el impío morirá por su maldad, pero su sangre demandaré de tu mano” (3:17-18). En este caso, si el atalaya no es fiel a su cometido, el Señor demandará la sangre del impío de su mano, pero el impío no se salva – “el impío morirá por su maldad” (v. 18). Sí, el atalaya es culpable – no ha amonestado al impío – pero, aun así, el impío muere. ¿Por qué? Pues, “por su maldad” – porque sigue siendo pecador. ¿Y acaso no es así con las personas que nunca oyen el evangelio? Son menos culpables, pero no por eso se salvan; siguen siendo pecadores y Dios tiene derecho a castigarles.

Conclusión

A pesar de haber expuesto aquí argumentos aparentemente teóricos y fríos, mi intención ha sido todo menos teórica y fría – la resumiré en pocas palabras: ¡necesitamos recuperar el sentido de la urgencia en nuestra evangelización! La idea de que la gente se pueda salvar sin conocer el evangelio -que, incluso, ¡se salvarán si no llegan a conocerlo!- ¡es uno de los mayores enemigos de la predicación del evangelio! ¡Es la excusa perfecta que nuestra cobardía y nuestra indiferencia andaban buscando! ¡¿Qué mejor que convencernos de que la gente tendrá más posibilidades de salvarse si nosotros no hacemos nada, si no les hablamos?! Ahora, cuando se tiene muy claro que la ignorancia no salva y que la única esperanza para los pecadores es que oigan el evangelio, que conozcan el mensaje de Cristo y que pongan su fe en él, ¡esa convicción nos despertará de nuestro sueño espiritual, nos sacudirá y nos levantará a salir a predicar el evangelio a toda criatura!

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