¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

Job 30 – 33 y Lucas 17 – 18

“¡Quién me diera que alguien me oyera!
Aquí está mi firma.
¡Que me responda el Todopoderoso!
Y la acusación que ha escrito mi adversario”
(Job 31:35)

Los premios Pulitzer son trofeos codiciados y admirados en el mundo entero. Sus ganadores están ubicados entre lo mejor y lo más influyente de la prensa alrededor del mundo. Joseph Pulitzer fue un afamado periodista que le dio un vuelco a su naciente profesión y al mundo de las noticias escritas a finales del siglo XIX. Este húngaro de nacimiento estaba apasionado con su trabajo, era un justiciero y un visionario. Él fue el primero en entrenar a sus periodistas con nivel universitario en una escuela de periodismo. Era tal su preocupación por el futuro trabajo periodístico, que en su testamento hizo una provisión para el establecimiento de premios a la excelencia periodística. Estableció una directiva que vigilara la calidad de los trabajos, así como el sistema de premios que demostraran excelencia profesional. A diferencia de otros galardones, el estímulo monetario no es alto, pero el reconocimiento profesional cubre con creces las aspiraciones de quienes lo consiguen.

Muchas otras profesiones, oficios, y carreras, cuentan con sus propios premios a la excelencia. Cada uno de ellos establece al ganador en una suerte de lugar de honor dentro del perímetro de sus colegas. Los muy conocidos premios Óscar, Grammy, Emmy, Nóbel, Tony, etc., son símbolos de profesionalidad y talento maduro, cuyos emblemas son atesorados y colocados en el mejor lugar visible de la casa o la oficina.

Sin embargo, hay situaciones en la vida que reclaman una profunda excelencia pero que el solo hecho de premiarlas sería una ofensa o un sin sentido. Los aspirantes serían tantos que no podrían evaluarse a todos los candidatos, pero a la vez, las circunstancias serían tan diversas que, si hubiera un jurado, nunca se podría poner de acuerdo sobre los finalistas.

Además de lo anterior, ninguno de los posibles pretendientes estaría dispuesto a ganar laureles públicos por lo que hace o por lo que es. ¿Acaso podríamos premiar a la Mejor de las Madres? ¿Hacer una selección para galardonar al Mejor de Nuestros Amigos? ¿Premiar anualmente a la más cariñosa de nuestras abuelas? Imposible, ¿verdad? Todos aquellos que cumplen una función esencial en nuestras vidas, todo aquello que debemos realizar por el solo hecho de ser humanos, todo aquello que forma parte de los supuestos básicos de nuestra fe y de nuestra adoración a Dios, toda esa excelencia jamás podrá ser premiada por jurado humano.

Job ya se había cansado de insistir en su inocencia. Sus amigos estaban convencidos que el patriarca estaba siendo castigado por el Señor, y lo reprendían con firmeza. Con sus fuerzas debilitadas, pero con fuertes argumentos y convicciones, Job había tratado de hacerles entender a sus conocidos de lo equivocado de sus argumentos. Pero todo había sido infructuoso. De ser un hombre estimado entre sus pares, ahora se siente vilipendiado aun por aquellos que consideraba despreciables: “Pero ahora se burlan de mí los que son más jóvenes que yo, a cuyos padres no consideraba yo dignos de poner con los perros de mi ganado…. Y ahora he venido a ser su escarnio, y soy para ellos motivo de burla. Me aborrecen y se alejan de mí, y no se retraen de escupirme a la cara” (Job 30:1, 9-10). Si fuera cuestión de reconocimientos públicos, entonces, Job había terminado descalificado y retirado ignominiosamente de la sociedad de su tiempo.

No obstante, Job apelaba al escrutinio de Dios y no al de sus pares. Como elevando una oración hacia el cielo, el patriarca intentaba dibujar la silueta de su propia conciencia. Por primera vez da cuenta de la excelencia que él mismo se había exigido en lo profundo y secreto de su corazón. Poco le interesa ahora la opinión de su prójimo; pero sí de Dios, su testigo: “¿No ve El mis caminos, y cuenta todos mis pasos?” (Job 31:4).

Temas de evaluación personal como la probidad, la moralidad, la fidelidad, la generosidad, la compasión, la igualdad, el perdón, la solidaridad, la humildad, y el decoro, desfilan a lo largo de todo el capítulo 31, haciendo visible una radiografía del corazón de Job. ¿Es que acaso Job buscaba algún premio? Por supuesto que no. Todo premio, por más dorado que sea, por más aclamado, por más millones que entregue, palidece ante la grandeza de estas virtudes que solo el Señor puede evaluar con propiedad, porque dependen únicamente de una íntima relación con Él. Los humanos podemos entregar premios por ‘Simpatía’ o por ‘Fotogenia’, pero nunca podremos premiar a un ‘Alma Grande’.

El Señor Jesucristo nos muestra el camino a la excelencia delante de Dios desde una perspectiva diferente, como lo hace siempre. Un hombre rico se le acercó y parecía jactarse como aparentemente lo hizo Job, de la grandeza de su alma. Sin embargo, el Señor le mostró que estaba descalificado delante de Él. El Señor Jesucristo le hizo ver que no se trataba de lo que tenía o lograba, sino de aquello que podía dejar por causa del Señor. Así le dijo Jesús: “te falta todavía una cosa; vende todo lo que tienes y reparte entre los pobres, y tendrás tesoro en los cielos; y ven, sígueme” (Lc. 18:22). La excelencia no empieza con lo que acumulo, sino cuando reconozco que todo lo que tengo, que no es mucho, debo ponerlo a los pies del Señor, devolviéndole la propiedad de mi vida a su justo dueño.

En segundo lugar, Jesucristo nos habla que la excelencia del alma se presenta cuando mostramos con otros la misma compasión que el Señor nos ha manifestado: “¡Tengan cuidado! Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca contra ti siete veces al día, y vuelve a ti siete veces, diciendo: ‘Me arrepiento,’ perdónalo” (Lc. 17:3-4).

En tercer lugar, nos enseña que para alcanzar la excelencia nunca podemos evaluarnos comparándonos con los demás. La parábola del fariseo que menospreciaba al publicano es más que clara al respecto: “El Fariseo puesto en pie, oraba para sí de esta manera: ‘Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos’” (Lc. 18:11). Señalarnos virtudes luego de mirar las debilidades del que está a nuestro lado siempre empequeñecerá al alma humana.

Finalmente, la gran verdad es que la vida espiritual humana no es grande ni pequeña, ¡está muerta! Delante de Dios estamos destituidos de su presencia y el concurso por “El Alma Buena” ha sido declarado desierto porque todos estamos descalificados. La grandeza del alma humana nunca se logrará de manera solitaria. La única forma de hacerla grande será en completa dependencia y sometimiento al Señor porque, “‘Lo imposible para los hombres es posible para Dios,’ respondió Jesús” (Lc. 18:27).


Imagen: Lightstock.
Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando