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¿Por qué debemos estudiar la historia de la Iglesia?

Si la historia de la Iglesia no consigue que usted se emocione, mejor será que verifique el estado de su salud espiritual. Tan solo el siglo XVI ofrece un tesoro de relatos que conmueven el alma. Piense en el levantamiento audaz y atrevido de Martin Lutero a favor del Evangelio contra los errores destructivos de Roma. Considere el testimonio fiel de los mártires ingleses que murieron consumidos por las llamas mientras cantaban salmos. ¿O qué hay de la vida valiente de Juan Knox, que estando esclavizado en las entrañas de una galera francesa gritó: “Dame Escocia o me muero”?

El estudio de la historia de la Iglesia, sin embargo, proporciona algo más que inspiración. Reflexionar seriamente sobre el pasado nos protege de errores, nos recuerda la fidelidad de Dios, y nos motiva a perseverar.

Protección contra el error

El filósofo irlandés Edmund Burke sabiamente comentó que “los que no conocen la historia están condenados a repetirla”. Efectivamente, sin un conocimiento básico de la historia de la Iglesia, los cristianos y las iglesias probablemente repetirán las mismas equivocaciones doctrinales y errores tontos de antaño.

Estar familiarizados con la historia y teología de los primeros concilios ecuménicos de Nicea (325) y Calcedonia (451), por ejemplo, ayuda a proteger a las personas e iglesias de creer, sin saberlo, en antiguas herejías trinitarias y cristológicas. Por otra parte, una cuidadosa reflexión sobre los movimientos de avivamiento, como el Segundo Gran Avivamiento, nos advierte a no abandonar el ministerio bíblico por métodos de manipulación y de rápido crecimiento numérico. Estudiar la historia de la Iglesia, por lo tanto, conserva tanto la ortodoxia (doctrina correcta) como la ortopraxis (práctica correcta).

Además de salvaguardarnos del error doctrinal, estudiar la historia de la Iglesia ayuda a protegernos de repetir los errores tontos que otros han cometido. Un ejemplo es el de la vida y ministerio de Juan Knox.

El valiente escocés escribió un tratado polémico en 1558 titulado: El primer toque de trompeta en contra del gobierno monstruoso de la mujer. Ese trabajo condenaba el reinado de monarcas del sexo femenino. Knox publicó El primer toque en contra de la opinión de Juan Calvino y de otros que trabajaban estratégicamente en pro de la Reforma en Gran Bretaña y en el continente. Aunque originalmente el escrito estaba dirigido a otras monarcas, inadvertidamente cayó en manos de la recién coronada reina Isabel I. Como era de esperarse, la reina se enojó. A partir de entonces, Knox y todos los asociados con la Reforma ginebrina perdieron el favor de Elizabeth; todo a causa de un escrito innecesario.

La decisión imprudente del reformador escocés al publicar El primer toque enseña una lección importante. Instruye a ministros y a otros a ser más cuidadosos con el contenido y planificación de sus escritos, especialmente hoy en día en que las autopublicaciones instantáneas (y a menudo sin editar) en las redes sociales son tan frecuentes. No toda convicción profunda o fuerte opinión es digna de ser publicada. Conocer los acontecimientos del pasado, entonces, nos informa de manera constructiva para así tomar las decisiones presentes. Nos protege de la herejía y la imprudencia.

Recordatorio de la fidelidad de Dios

Estudiar la historia de la Iglesia es estudiar la fidelidad inquebrantable de Dios. Los cristianos deben regularmente reflejar esta verdad en un mundo donde existe una creciente persecución hacia la Iglesia, y el futuro parece incierto. Al igual que el salmista, hay que contar todas las maravillas de Dios; recordar que Él nunca nos dejará ni nos abandonará (Sal. 9:1; Heb. 13:5). 

La Escritura ofrece una gran cantidad de historia para recordarnos la fidelidad constante de Dios. Desde los días de la creación, al ministerio de Cristo, hasta el establecimiento de la Iglesia, la Biblia cuenta la historia de un Dios soberano que es fiel a su pueblo. Pero no es solo en la historia de la salvación que la fidelidad de Dios se demuestra; también se observa en los anales de la historia de la Iglesia.

Tenga en cuenta cómo la fidelidad de Dios se manifiesta en la preservación y expansión de la Iglesia primitiva durante las persecuciones espeluznantes del emperador romano Diocleciano. Piense en la fidelidad de Dios en la recuperación y crecimiento de la proclamación del Evangelio durante la Reforma protestante del siglo XVI o la asombrosa multiplicación de los creyentes en China desde 1850 para acá. Y dentro de las grandes historias, hay miles de otras historias individuales que nos recuerdan que podemos y debemos confiar en nuestro Padre celestial sin importar cuales sean nuestras circunstancias.

Motivación a perseverar

Cada creyente sabe que para seguir adelante necesita desesperadamente gracia divina, motivación, y aliento. Por supuesto, Cristo y sus medios ordenados, a saber, la Palabra, el sacramento, y la oración, son los medios esenciales que motivan a la perseverancia (Heb. 12:2). Aun así, en el estudio de la historia de la Iglesia podemos encontrar una motivación a perseverar.

Teniendo en cuenta esa “gran nube de testigos”, las vidas piadosas de los creyentes del pasado nos pueden motivar e inspirar a despojarnos “de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos envuelve, y [correr] con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Heb. 12:1). ¿Se siente cansado espiritualmente? ¿Está listo para rendirse? Láncese a los brazos de Cristo y también adéntrese en las páginas de la historia de la Iglesia. Pase tiempo reflexionando sobre las vidas fieles y las voces piadosas del pasado, en aquellos cuya fe le motiva a seguir avanzando. Lea una biografía de Martín Lutero, Juan Bunyan, Jonatan Edwards, o Elisabet Elliot. Explore escritos sobre la Reforma o un resumen del movimiento misionero moderno. Martyn Lloyd-Jones afirmó una vez que “todo cristiano debe aprender de la historia… es su deber hacerlo”. Él estaba en lo correcto. Por lo tanto, querido creyente, vamos a estudiar, aprender, y disfrutar de la historia de la Iglesia.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Gabriela Portillo.
Imagen: Lightstock.
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