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¿Por qué creó Dios? Ciertamente no porque necesitaba amar a alguien. En la eternidad pasada Dios gozaba de perfecto amor e íntima comunión con su propio ser. Las tres personas de la Trinidad –Padre, Hijo, y Espíritu– gozaban una relación perfecta que los llenaba por completo. Entonces, Dios no estaba vacío por dentro, ni siquiera personalmente vacío; estaba completamente satisfecho, contento en sí mismo, y contenido en sí mismo. Entonces Dios no creó porque tenía alguna limitación en Él. Más bien creó todo de la nada para desplegar su gloria para el deleite de sus criaturas, y para que ellos pudieran declarar su grandeza. El libro de Génesis nos habla del increíble despliegue de la soberanía de Dios al hablar el universo en existencia, y en salvarlo.

En Génesis, Moisés registró la increíble demostración de la soberanía de Dios en la creación. Dios no vio al futuro para ver que el universo evolucionaba de la nada. No previó un big bang, para después adoptar los resultados caóticos en su plan eterno. Por el contrario, Dios habló intencionalmente, y de esa manera creó todo de la nada. Nadie lo obligó a crear. No había una presión externa sobre Él. Más bien, su acto de crear desplegó con magnificencia su soberanía imperial. Nadie puede atar la suprema autoridad de Dios, ni Satanás, ni los ángeles caídos, mucho menos simples humanos.

A. W. Pink escribió con asombro pensante sobre la extraordinaria soberanía de Dios antes de la creación:

En la gran expansión de la eternidad, la cual va más allá de Génesis 1:1, el universo no había nacido, y el universo existía solamente en la mente del gran creador. En su soberana majestad, Dios moraba completamente solo. Nos referimos a ese período distante antes de que los cielos y la tierra fueran creados. No había ángeles que cantaran himnos a Dios, no había criaturas de las cuales tuviera que tomar nota, no había rebeldes a quienes tuviera que sujetar. El grandioso Dios estaba solo entre el terrible silencio de su propio vasto universo. Pero inclusive en ese tiempo, si pudiera llamársele así, Dios era soberano. Él podía crear o no crear de acuerdo a su propia voluntad. Podía crear de una manera u otra; podría crear un mundo o millones de mundos, ¿y quién podía resistir su voluntad? Con su voz podría crear millones de diferentes criaturas y ponerlas en absoluta equidad, dándoles las mismas facultades y el mismo ambiente; o podía crear millones de criaturas diferentes sin nada en común excepto el ser criaturas, ¿y quién podría decirle que no? Si le placía, podía crear un mundo tan inmenso que sus dimensiones fueran más allá de toda computación finita; y si se le antojaba, podía crear un organismo tan pequeño que nada excepto un poderoso microscopio pudiera revelar su existencia a los ojos humanos. Era su derecho soberano crear, por un lado, el serafín exaltado que arde alrededor de su trono, y por el otro, un pequeño insecto que muere la misma hora en que nace. Si el poderoso Dios quería tener una gradación en su universo, del más alto serafín a un pequeño reptil, con mundos dando vueltas y átomos flotando, de macrocomos a microcosmos, en lugar de hacer todo de manera uniforme, ¿quién podía cuestionar su deleite soberano?

Esta sorprendente demostración de la soberanía en la creación es un ejemplo de su derecho a reinar en la salvación. Dios, quien mandó que la luz apareciera en el primer día de la creación, pronto ordenaría que la luz del evangelio brillara en los corazones oscuros de pecadores con ceguera espiritual. Dios, quien separó las aguas en el segundo día, causaría un cisma infinito que lo separaría de los pecadores. Dios, quien recogió las aguas en el tercer día, recogería a los pecadores a sí mismo. Dios, quien creó el sol, la luna, y las estrellas en el cuarto día, crearía de manera omnipotente la fe salvadora. Dios, quien comenzó a crear el mundo animal en el quinto día, por gracia mandaría a su Hijo, el cordero de Dios que quita el pecado. Dios, que creó a Adán y Eva en el día seis, pronto volvería a crear a los pecadores en su propia imagen. Su gracia gratuita llevaría acabo un segundo Génesis en la salvación de hombres y mujeres perdidos.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Emanuel Elizondo.
Imagen: Lightstock
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