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Génesis 37-39   y   Mateo 27-28

“Y amaba Israel a José más que a todos sus hijos, porque era para él el hijo de su vejez; y le hizo una túnica de muchos colores”, Génesis 37:3

¿Qué es el odio? ¿Dónde se origina? Viene a ser el sentimiento de antipatía o aversión que genera mala voluntad hacia las personas o cosas. Sus orígenes son muy diversos, pero sus resultados siempre son elocuentes, ya que la hostilidad y el resentimiento que produce siempre generan dolor y daño.

José desde muy joven se vio enfrentado al odio. Aunque su padre lo amaba sobremanera, él se vio expuesto al desprecio de sus hermanos, llevándole a una vida de sufrimiento que, con la gracia de Dios, supo enfrentar y salir airoso. ¿Cuáles son las características del odio y la animadversión? A través de la vida de José descubramos algunas de ellas:

La envidia es uno de los factores primarios para el desarrollo del odio en el alma. Este pesar que nace como producto del bien ajeno es el caldo de cultivo para un bien fortalecido aborrecimiento. “Y vieron sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos; por eso lo odiaban y no podían hablarle amistosamente” (Gn.37:4). La primera distorsión que produce la envidia-odio es la incapacidad de las personas de poder comunicarse adecuadamente. A los hermanos de José les era imposible hablarle con suavidad a su hermano menor: de sus corazones sólo salían palabras llenas de dureza y frialdad.

Si no se trabaja en esta primera etapa, el odio ya desarrollado no solo destruirá la comunicación, sino que también perderá el respeto por la otra persona. José fue a darle el alcance a sus hermanos y… “Cuando ellos lo vieron de lejos, y antes que se les acercara, tramaron contra él para matarlo ” (Gn. 37:18). El odio hace que se pierda el discernimiento, y lo único que se busca es una irracional manera de ejecutar sentencia sobre la fuente de nuestro resentimiento. Es lamentable notar que la violencia doméstica o familiar es quizá la manifestación más evidente del odio. Personas que viven bajo el mismo techo y que se supone que son de la misma sangre llenan los titulares de los periódicos amarillezcos con sorprendentes casos de agresión asesina.

A veces pensamos que llegar a tales extremos es imposible, pero debemos saber que el odio que se alimenta es imparable, como un incendio en un tanque lleno de bencina. “Y se dijeron unos a otros: Aquí viene el soñador. Ahora pues, venid, matémoslo y arrojémoslo a uno de los pozos; y diremos: “Una fiera lo devoró.” Entonces veremos en qué quedan sus sueños” (Gn. 37:19-20). Uno de los grandes errores de los que sienten que el odio ha infectado su corazón es buscar desesperadamente la forma de alimentarlo a través del prestar atención a personas que justifiquen nuestro encono. En lugar de buscar agua que apague el fuego buscamos combustible que inflame aún más la llama. El odio fortalecido no tendrá reparo en herir mortalmente a lo que considera repugnante y no le importará causarle un daño superior a la supuesta culpa. Eso hicieron con José, a un joven adolescente le fue cortada de raíz toda su vida en un solo acto abominable: “Pasaron entonces unos mercaderes madianitas, y ellos sacaron a José, subiéndolo del pozo, y vendieron a José a los ismaelitas por veinte piezas de plata. Y éstos llevaron a José a Egipto” (Gn. 37:28).

Finalmente, el odio maduro no tendrá reparo en hacer daño a los inocentes con tal de validar la execración. Los hijos de Jacob no tuvieron el menor reparo en el daño que le harían a su padre ni en dolor inmenso que le infligirían a este viejo que su culpa era amar a su hijo con todas sus fuerzas. Ellos urdieron un plan e hicieron pasar por muerto a José de la manera más cruel y despiadada: “Entonces tomaron la túnica de José y mataron un macho cabrío, y empaparon la túnica en la sangre; y enviaron la túnica de muchos colores y la llevaron a su padre, y dijeron: Encontramos esto; te rogamos que lo examines para ver si es la túnica de tu hijo o no. El la examinó, y dijo: Es la túnica de mi hijo. Una fiera lo ha devorado; sin duda José ha sido despedazado. Y Jacob rasgó sus vestidos, puso cilicio sobre sus lomos y estuvo de duelo por su hijo muchos días” (Gn. 37:31-34).

Lo hermoso de esta triste historia es que el Señor no descuida a aquellos que ama. José fue sacudido por el huracán acumulado del odio de sus hermanos pero Dios se encargó de guardar su corazón para que no se descomponga con el veneno de la hostilidad producto del desamor y guardó su vida de las consecuencias de los actos de odio de sus hermanos. “Y el SEÑOR estaba con José, que llegó a ser un hombre próspero… Mas el SEÑOR estaba con José y le extendió su misericordia, y le concedió gracia ante los ojos del jefe de la cárcel… José, porque el SEÑOR estaba con él, y todo lo que él emprendía, el SEÑOR lo hacía prosperar” (Gn.39:2a,21,23b).

Nuestro mundo está lleno de odio y violencia, pero la historia de José nos demuestra que el odio nunca triunfará sobre los planes de amor y de bien del Señor para con nuestras vidas. Es su supremo poder el que nos hace entender que no vale la pena pagar a nadie mal por mal y menos acumular enojo ante la animadversión de los que nos rodean. José hubiera podido justificar todo tipo de patologías psicológicas y una abultada cuenta por tratamiento psiquiátrico. El daño que él sufrió le hubiera autorizado para actuar destructivamente con los suyos tal como lo hicieron con él… pero no lo hizo porque el Dios de paz estaba con él. ¿Conoces tú al Dios de paz?

Nuestro Dios de Paz es nuestro Señor Jesucristo. Él se vio expuesto al odio de los hombres de la manera más sangrienta e injusta que la historia haya conocido. Al igual que con José, todos los hombres importantes de su tiempo desataron sus odios sobre Él: “Cuando llegó la mañana, todos los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo celebraron consejo contra Jesús para darle muerte” (Mt.27:1). Pilato, el famoso gobernador romano, conocía muy bien las intenciones secretas de los religiosos judíos, “Porque él sabía que le habían entregado por envidia” (Mt.27:18). Sin embargo, nada pudo hacer; el odio acumulado hizo que al Maestro de Galilea le sea entregado todo lo opuesto a lo que Él había entregado durante sus años de peregrinaje por Palestina. Le azotaron, le escupieron, le escarnecieron, para luego crucificarle al lado de dos conocidos criminales.

Jesús pudo evadir dos insinuaciones que sus enemigos le gritaban desde los pies de la cruz. Son las permanentes y odiosas invitaciones a bajar al nivel de ellos:

La primera tiene que ver con hacer que el odio manifiesto haga que olvidemos nuestros propósitos principales de vida. Si hay algo que hace la odiosidad es hacernos salir de nuestras casillas, y no debemos permitirlo. A Jesús le decían: “Tú que destruyes el templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, si eres el Hijo de Dios, y desciende de la cruz” (Mt.27:40). Justamente, el descender de la cruz no sería una demostración de quién era Jesús, sino un abandono de su propia personalidad. No dejemos que nada ni nadie nos haga descender de nuestros principios de vida para corroborar un odio enfermizo.

La segunda es cuando el odio hace que se ponga en juego nuestra autoridad o dignidad: “Rey de Israel es; que baje ahora de la cruz, y creeremos en El” (Mt.27.42b). Desde muy niños hemos sido presionados a demostrar nuestra autoridad mediante la fuerza o la tiranía… “¿A qué no eres capaz…?… Yo les dije que él nunca podría hacerlo“. El tratar de demostrar lo que somos producto de la presión del odio siempre generará violencia.

¿Cómo respondió Jesús al odio manifiesto? Simplemente, no respondió. Él cumplió con su propósito de amor y nada dejó que perturbe su propósito. Las primeras palabras que aparecen en el evangelio de Mateo después de su muerte y su resurrección no encierran hostilidad para los hombres que lo ultrajaron, sino la serena felicidad de la tarea cumplida: “No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán” (Mt.28.10).

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