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“Sin embargo, dio órdenes a las nubes arriba, Y abrió las puertas de los cielos” (Salmos 78:23).

En todas las culturas, a lo largo de la historia, el mirar hacia los cielos ha producido en los hombres un sentido de asombro y curiosidad. Es evidente la inmensidad del universo y nuestro pequeño lugar en él.

“Cuando veo Tus cielos, obra de Tus dedos, La luna y las estrellas que Tú has establecido, Digo: ¿Qué es el hombre para que Te acuerdes de él, Y el hijo del hombre para que lo cuides?” (Sal. 8:3-4).

Para nosotros, mirar hacia arriba es una invitación a reconocer la magnificencia y majestad de la creación de Dios, así como un pequeño vistazo al carácter y los atributos de nuestro Creador. Sin embargo, para mí es también una evidencia de su gracia poder ver lecciones que hablan a mi vida de fe.

Por eso me encanta observar las nubes. Me fascina pasar tiempo estudiando el movimiento y comportamiento de ellas. Me ayuda, en medio de la realidad del ritmo diario de la vida, a orientar de nuevo mi corazón y descansar en estas realidades:

Las nubes van de un lugar a otro con intencionalidad, pero a un ritmo muy distinto que el de nosotros “aquí en la tierra”. Me recuerda que en mi vida de fe necesito no seguir las corrientes de este mundo, sino moverme conforme al ritmo de la voluntad de Dios.

También, cuando veo las nubes moverse, no estoy seguro de su origen ni su destino. De la misma manera, en mi caminar de fe no sé muchas veces los lugares a donde Dios me llevará y los planes que tiene para mí.

Precisamente, el movimiento de las nubes es en realidad producido por otra fuerza exterior a ellas. Es el viento que dicta su dirección y velocidad. Así mismo, es el Espíritu de Dios quién controla y guía mi vida.

“El viento sopla por donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquél que es nacido del Espíritu” (Juan 3:8).

Por último, puedo ver que, las nubes van cambiando de formas en sus recorridos por el efecto del viento. Me recuerda que, a lo largo de mi caminar de fe, yo mismo he sido cambiado. Mi amoroso y buen Padre Celestial está produciendo, por su gracia, cambios profundos en mi carácter.

Este Dios todopoderoso, preeminente y prominente sobre su creación, no solo ha mostrado su poder y atributos en ella, sino que además se ha identificado con nosotros al “visitarnos”. Cristo vino a ser nuestro sustituto ante el Creador Supremo para que, en su vida y muerte, en nuestro favor y en nuestro lugar, nos reconcilie así en nuestra relación con Él, previamente dañada por el pecado. Ahora podemos ver, aún en las nubes, motivos para expresar nuestra adoración a Él.

“¡Oh Señor, Señor nuestro, Cuán glorioso es Tu nombre en toda la tierra!” (Sal. 8:9).

Piensa en esto y encuentra tu descanso en Él.


Imagen: Lightstock.
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