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El 2012 fue un buen año. Ministerialmente han ocurrido muchas cosas buenas. Por ejemplo, nuestra iglesia cumplió cuatro años desde su plantación; el número de personas que asisten a nuestra iglesia local se duplicó; cada semana hay evidencias del crecimiento espiritual de los miembros de la iglesia, y hay una alegría contagiosa por lo que Dios está haciendo en la congregación. Dios está haciendo algo en medio nuestro, y eso es emocionante. Asimismo, en medio de este momento notorio en nuestra iglesia, he tenido la oportunidad de servir en otras iglesias. He podido visitar congregaciones en New Jersey, Chicago, Miami, Virginia, República Dominicana, Puerto Rico y Bolivia. Como si fuera poco, recibí además la invitación para poder contribuir en el blog en español de la Coalición Por El Evangelio, una organización en la que participan muchas personas que respeto profundamente. ¿Cómo puedo yo, un pastor joven, manejar humildemente el éxito aparente en mi ministerio?  ¿Cómo puedo batallar la tentación de que se me “infle el pecho”?  ¿Cómo puedo evitar hacer del ministerio algo que se trate acerca de afirmación propia, y no que se trate de la gloria de Dios?  ¿Cómo puedo preparar mi corazón para cuando en el futuro el éxito no sea tan evidente? La respuesta a todas estas preguntas es la misma: el Evangelio.  Continuamente tengo que centrarme y afirmarme en la realidad de que mi ministerio o lo que hago no me define. Mi identidad está definida por la verdad de que soy un pecador que ha sido perdonado por un Dios misericordioso, y que no importa lo que suceda en mi ministerio, sean éxitos o momentos difíciles, mi identidad en Cristo no cambia. Soy un hijo de Dios adoptado por la gracia de Dios.  Durante la conferencia “Por Su Causa”, celebrada en septiembre del 2012 en la República Dominicana, me invitaron a una cena especial para celebrar el cumpleaños de uno de los conferencistas.

Mientras disfrutaba de una deliciosa comida, miré alrededor, y la mayoría de las personas en la cena eran pastores muy distinguidos. Estos pastores eran personas con muchos años de experiencia y con ministerios que Dios ha usado para su gloria grandemente. Me detuve por un momento y pensé: ¿qué hago yo aquí? ¿Por qué me invitaron? En ese momento yo tenía varias opciones erradas para explicar por mí mismo el porqué yo era parte de aquella reunión. Yo podía pensar: “Obviamente ellos ven el potencial que hay en mí”, o “claro que me iban a invitar”, o “me invitaron porque no tenían otra opción, pues conozco alguno de ellos, estoy en la conferencia y se vería mal que no me invitaran”. Sin embargo, por la gracia de Dios, mientras miraba a mi alrededor yo pensaba: “realmente no debería estar en esta cena”.

La razón no era porque no tengo los logros ministeriales que el resto del grupo, sino porque, como diríamos en Puerto Rico, yo estaba “cola’o”.  Es decir, yo estaba inmerecidamente en esa actividad rodeado de personas reconocidas. Y esta es una verdad de la cual siempre quiero acordarme: que no importando en la reunión que me encuentre, o a la cena con pastores de renombre que me inviten, o si privadamente estoy aconsejando a un hermano débil en la fe, mis logros no me han hecho merecedor para estar en estos contextos. En realidad, no pertenezco a ninguno de ellos.

Yo soy un pecador, que no merece servir a la Iglesia que Cristo compró con su sangre. Hermano, esto no es negar la evidencia de la gracia de Dios en mi vida. La razón por la que debo pensar de esta forma es para recordar que todo lo que soy en el Señor, y todo lo que hago para Él, es por Su gracia; y si no fuera por Su gracia no estaría en Su Iglesia, y mucho menos siendo un líder en la misma. Otra ocasión en la que la tentación de jactarme está presente es cuando predico en alguna iglesia que no es mi iglesia local. Usualmente el pastor de la congregación donde voy me presenta antes del mensaje. En muchas ocasiones esta persona comparte con su iglesia áreas de fortaleza en mi vida o ministerio y las hace públicas. En el momento cuando este pastor de una forma amable está describiéndome como si yo fuera este cristiano extraordinario, en mi mente estoy recordando intencionalmente pecados de mi juventud o pecados recientes. Recuerdo que fui un fornicario, un borracho, un mentiroso, un ladrón, etc.

También recuerdo pecados de ese mismo día; por ejemplo, que esa mañana no fui paciente con mis hijos, o que me airé con mi esposa. La razón por la cual hago esto no es para condenarme morbosamente, sino para intencionalmente recordar que si hago o digo algo que pueda edificar a la Iglesia de Cristo esa mañana es solo por pura gracia. Dios es quien me transforma, y Él es quien ha hecho un cambio en este pecador, y ya no hago las cosas que hacía antes. Ahora por su gracia vivo para Su gloria. Y así, recordando la misericordia de Dios, cuando voy al frente con la oportunidad de compartir Su Palabra con una congregación, lo primero que digo es: “Todo lo que su pastor amablemente ha dicho de mí ha sido la gracia de Dios en mi vida. Soy un pecador, tal como ustedes, pero con un gran Salvador”. En conclusión, la solución para cuidar mi corazón de orgullo es el Evangelio.

Seguir las tendencias pecaminosas de mi corazón, apoyándome en mi propia prudencia, robarle la gloria a Dios en las cosas que hago o digo diciendo “esto lo he logrado yo”, o  pensar que las oportunidades que se presentan son de esperarse porque yo he luchado lo suficiente para merecérmelas, es pecar contra Dios; y ninguna de éstas es el Evangelio. Mi corazón necesita recordar una sola verdad: SOY un pecador (no que ERA un pecador), pues mientras viva, batallo con mi pecado; pero por la gracia del Dios, por el Evangelio, mi pecado ha sido perdonado y ya no tiene dominio sobre mí. Puedo vivir por la gracia de Dios para Su gloria. Entonces me puedo unir a las palabras de John Newton: “Dos cosas recuerdo claramente: Soy un gran pecador y Cristo es un gran Salvador. No soy lo que debo ser, no soy lo que quisiera ser, no soy lo que espero ser en el otro mundo; pero no soy lo que una vez era, y por la gracia de Dios soy lo que soy”.  Eso es un pecador transformado solamente por la gracia de Dios. El apóstol Pablo tenía este concepto claro cuando escribió en 1 Timoteo 1:15 “Palabra fiel y digna de ser aceptado por todos: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero”.

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