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Job 16-19 y Lucas 11-12

Tengan piedad, tengan piedad de mí, ustedes mis amigos,
Porque la mano de Dios me ha herido.
¿Por qué me persiguen como Dios lo hace,
Y no dejan ya de saciarse de mi carne?
(Job 19:21-22)

Hoy por hoy, con esta revolución de las redes sociales, tenemos la tendencia a vertir nuestras opiniones sin siquiera pensarlas o meditarlas. Muchas reputaciones se han visto ensombrecidas por comentarios o expresiones que luego se han difundido a la velocidad de la luz, causando malestares e hiriendo profundamente, sin que se midan las consecuencias de un pequeño post o  un tuit. La verdad es que esto es solo una demostración tecnológica de nuestro mismo y perenne mal. La realidad es que somos seres caídos, pecadores, que tendemos a disfrutar más el “vaso medio vacío” que el “vaso medio lleno”.

Podríamos decir que somos más propensos a “hacer leña del árbol caído”, reduciendo a polvo y ceniza, vidas a las que no se les concede la compasión de una segunda oportunidad o una buena aclaración. Como decía alguien que se quejaba ante un periódico porque las aclaraciones siempre terminan saliendo en un pequeño recuadro en la última página, mientras que las ofensas o las modernas “fake news” son primera plana a varias columnas.

Job describe con dolor cómo sus amigos se han acercado a él como miembros de un tribunal penal, en vez de presentarse como hermanos que lo consuelen en medio de su gran dolor. El patriarca los reprocha porque ve en ellos, quizás, un inconsciente afán por hundirlo, por echarle en cara sus errores, por refregarle sobre sus heridas lo lamentable de su condición. Esto se demuestra claramente en el talante de las palabras fuertes de Bildad, su supuesto amigo: “¿Hasta cuándo estarán rebuscando palabras? Muestren entendimiento y entonces hablaremos… Ciertamente la luz de los impíos se apaga… Devora su piel la enfermedad, Devora sus miembros el primogénito de la muerte… Es lanzado de la luz a las tinieblas, Y de la tierra habitada lo echan. No tiene descendencia ni posteridad entre su pueblo, Ni sobreviviente alguno donde él peregrinó… Ciertamente tales son las moradas del impío, Este es el lugar del que no conoce a Dios” (Job 18:2 y ss.).

Me pregunto, ¿dónde están las palabras de consuelo? ¿No es posible que Bildad haya mal entendido la realidad de Job? ¿Dónde está la segunda oportunidad para el hermano? ¿Acaso no hay un claro sesgo de comparación con la vida de Job y su realidad en este juicio velado? Bildad emerge como un paladín de la justicia, pero sin una sola gota de compasión. Con razón Job puede decir: “Todos mis compañeros me aborrecen, Y los que amo se han vuelto contra mí” (Job 19:19).

Al final de la historia, el Señor condenó los consejos de los amigos de Job como “palabras oscuras y sin entendimiento”. ¿Por qué las calificó así? Porque no traían solución, porque no fueron capaces de entender y ponerse en los zapatos de Job. Lo único que el Señor oyó fue solo una opinión infundada y oscura sobre algo que ellos no entendían y terminaban juzgando equivocadamente.

Sus palabras no eran remedio ni consuelo, sino reproche que producía amargura. Job lo expresa así: “¿Hasta cuándo me angustiarán Y me aplastarán con palabras? Estas diez veces me han insultado, ¿No les da vergüenza perjudicarme? Aunque en verdad yo haya errado, Mi error queda conmigo” (Job 19:2-4). Job advierte que las palabras de sus amigos estaban aplastándolo en vez de ayudarlo. Él trató de darles a entender que, si en verdad hubiera fallado, pues ya estaba pagando con creces su error como para que se lo sigan refregando en la cara.

Es como si Job se preguntara, ¿Es que acaso nadie puede darse cuenta de mi situación? “Mi espíritu está quebrantado, mis días extinguidos, El sepulcro está preparado para mí. No hay sino escarnecedores conmigo, Y mis ojos ven su provocación” (Job 17:1-2). ¡Qué triste es la condición de un ser humano que ya sufre por su realidad y además tiene que cargar con la horrorosa soledad que nace del desprecio de sus cercanos! Job lo dice: “El ha alejado de mí a mis hermanos, Y mis conocidos se han apartado completamente de mí. Mis parientes me fallaron Y mis íntimos amigos me han olvidado” (Job 19:13-14).

Desconozco en cual lado de la escena que hemos presentado nos encontramos. Quizás estamos siendo jueces implacables o estamos sufriendo la desilusión de no ser apoyados en momentos de dificultad. Podemos ser leña o leñadores, no lo sé. Esta reflexión no es una invitación a la apatía, sino a la compasión. Lo cierto es que la justicia no tiene por qué enemistarse con la misericordia.

Es importante que no olvidemos, en primer lugar, que existe un Dios que está al tanto de todas nuestras circunstancias. Un Señor del Universo que no necesita legajos ni expedientes, defensores ni fiscales. Un Dios que todo lo juzga con justo juicio porque es conocedor de nuestros más mínimos detalles. Por eso, en la oración modelo, Jesús nos enseña un principio fundamental de vida, “Y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben” (Lc. 11:4). La realidad es que todos podemos ser convertidos en leña porque todos somos árboles caídos, pero el Señor nos dio una vida nueva, por su sola misericordia, y nos invita a no hacer con otros lo que Él, el Juez Soberano, no hizo con nosotros. ¿Qué es lo que hizo? Nos mostró misericordia cuando más la necesitábamos.

En segundo lugar, no debemos olvidar que hacemos leña de un árbol caído porque, en realidad, esa persona caída no tiene valor para nosotros. Sin embargo, el Señor nos demuestra una y otra vez que los seres humanos tienen un valor inconmensurable para Él porque todos hemos sido creados a su imagen y semejanza. Usando una poderosa imagen, Jesucristo lo explica así: “¿No se venden cinco pajarillos por dos moneditas? Y sin embargo, ni uno de ellos está olvidado ante Dios. Es más, aun los cabellos de la cabeza de ustedes están todos contados. No teman; ustedes valen más que muchos pajarillos” (Lc. 12:6-7). ¡Nunca olvides que nadie está olvidado ante Dios! Los evangelios están llenas de historias de hombres y mujeres olvidados por los religiosos y la sociedad en general, pero que el Señor no había olvidado ni tampoco los dejaría en su estado de miseria y postración.

En tercer lugar, no olvidemos que nuestra excelente y bien aceitada religiosidad o supuesta piedad nunca suplirá nuestra falta de amor y justicia. Por el contrario, la piedad en nosotros debe producir el carácter compasivo de Dios en nuestras vidas. Eso es lo que le reclamó Jesús a los religiosos de su tiempo: “Mas ¡ay de vosotros, fariseos! porque pagan el diezmo de la menta y la ruda y toda clase de hortaliza, y sin embargo pasan por alto la justicia y el amor de Dios; pero esto es lo que debían haber practicado sin descuidar lo otro” (Lc. 11:42). No se trata de descuidar nuestra profunda devoción a Dios, como bien lo dice Jesús. Pero lo que añade es que no pensemos que la justicia y el amor de Dios son solo parte de lindas letras que cantamos el domingo, pero que no tienen repercusión práctica en nuestras relaciones en la vida diaria.

Él nos conoce a cabalidad y rendiremos cuentas ante Él. Por eso debemos estar preparándonos para ese momento en que estaremos delante del Señor. Jesucristo, quien lo dijo de la siguiente manera: “Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no esperan” (Lc. 12:40)

Job invocó esa misma realidad delante de sus amigos, y es la misma invocación con la que quiero terminar esta reflexión. Esa debe ser la mayor convicción que nos evite el hacer leña del árbol caído. Sin importar de cual lado estamos, tarde o temprano, todos estaremos delante del Señor y Él mismo será el Juez de todas nuestras causas.

“Yo sé que mi Redentor vive,
Y al final se levantará sobre el polvo.
Y después de deshecha mi piel,
Aun en mi carne veré a Dios;
Al cual yo mismo contemplaré,
Y a quien mis ojos verán y no los de otro.

¡Desfallece mi corazón dentro de mí!”
(Job 19:25-27)


Imagen: Lightstock.
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