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Mencioné en el artículo anterior la crisis de violencia y crimen que vivimos en Ciudad Juárez, México, a partir del año 2008; ascendiendo a sus niveles más graves a finales del 2010 y decreciendo a partir de principios del 2011. Muchos nos han preguntado la razón de que esto haya sucedido en nuestra ciudad, y les hemos comentado que fue el resultado de una serie de factores que se combinaron para formar la “tormenta perfecta”. Uno de esos factores fue una serie de malas decisiones tomadas por nuestros gobernantes con respecto a la operación de nuestra fuerza policiaca.

Aunque había más de dos mil oficiales de policía, esta fuerza pública había sido tan diluida y minada que había perdido toda efectividad como elemento preventivo y disuasivo del mal. Por esta razón, las fuerzas del crimen encontraban en la ciudadanía un blanco abierto y fácil para atacar, despojar y matar. Literalmente, no teníamos como ciudadanía recurso alguno ante el embate del crimen. El gobierno optó por enviar miles de efectivos militares, pero al ser una fuerza foránea a nuestra ciudad, y no una fuerza policiaca local, los criminales perfeccionaron fácilmente sus métodos para evitar ser impedidos por el ejército.

Ahora nos hemos enterado de que entre el crimen organizado se vendía la plaza para venir a operar en Ciudad Juárez: costaba aproximadamente el equivalente a cuatro mil dólares el permiso para venir a robar, extorsionar y secuestrar en nuestra ciudad. Éramos en realidad objeto de caza para el bajo mundo, y los poderes de maldad que controlaban el crimen se dignaban vender licencias para permitir que más criminales vinieran a beneficiarse de nuestra debilidad. Todos nos sentíamos completamente débiles y vulnerables. No existía una fuerza pública a la cual recurrir.

En un principio era un poco reconfortante ver los camiones y tanquetas militares recorrer las calles cargados de soldados y armas poderosas, pero después de un tiempo nos dimos cuenta de que la criminalidad y las muertes seguían en aumento y que esto no era la solución a nuestro problema. La ciudad estaba a la merced del mal, y no había más que clamar a Dios por misericordia. ¿A quién más podíamos recurrir? Como iglesia, fuimos confrontados con esta pregunta: ¿íbamos a permanecer confiados en la protección divina? ¿Podríamos dar testimonio a esta ciudad que aunque los ejércitos cayeran a nuestro lado, nosotros confiaríamos en nuestro Dios? (Sal. 91:7). Y eso era precisamente otra de las lecciones que necesitábamos aprender de todo esto: 

El Señor quiere que siendo débiles confiemos en Él como poderoso

Creo que nuestro Señor utilizó este tiempo de peligro y debilidad para enseñarnos de manera especial a confiar en Él. La verdad es que crecimos mucho en nuestra fe y dependencia de Dios durante esos años, aunque debemos reconocer que no fue por nuestro mérito, pues no teníamos otra alternativa. Sabíamos que no teníamos más en quien confiar que en Dios.

Sin embargo, esto nos ayudó a darnos cuenta de lo mucho que dependemos de lo que nos rodea para obtener seguridad, y de lo poco que nos apoyamos en la protección de Dios. Paradójicamente, siendo Ciudad Juárez por varios años la ciudad más violenta del mundo, estamos localizados como frontera a unos cuantos metros de la ciudad más segura de los Estados Unidos (El Paso, Texas). Solo nos divide un pequeño río que al cruzarlo somos transportados del tercer mundo al primero. De la ciudad más violenta a la ciudad más segura. Un día, un miembro de la iglesia me comentó que cuando se transportaba a la vecina ciudad norteamericana, en cuanto cruzaba el puente internacional, sentía un alivio y descanso reconfortante. Eso me ilustró claramente la realidad de nuestra confianza: nos da un mayor sentido de seguridad una fuerza policiaca y un gobierno eficaz que las promesas de cuidado de nuestro Dios.

Como creyentes ¿qué le responderíamos a cualquiera que nos confrontara con las palabras del siguiente Salmo? Salmo 91:1-6: “El que habita al abrigo del Altísimo Morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; Mi Dios, en quien confiaré. Él te librará del lazo del cazador, De la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, Y debajo de sus alas estarás seguro; Escudo y adarga es su verdad. No temerás el terror nocturno, Ni saeta que vuele de día, Ni pestilencia que ande en oscuridad, Ni mortandad que en medio del día destruya”.  Nos dimos cuenta de que es fácil afirmar que no temeremos el terror nocturno ni la mortandad destructora cuando vivimos en una ciudad segura. Pero ahora estábamos enfrentando esos males sin ninguna protección humana. No nos quedaba otra opción que creer que Dios cumpliría su promesa de cuidado. Esta fue una gran prueba y una gran lección. Tuvimos la bendición de ser forzados a tomar en serio la promesa de cuidado de nuestro gran Dios.

Pero nos dimos cuenta que para poder confiar en Dios era necesario primeramente conocer a Dios según lo describen las Escrituras. Por ejemplo, la Biblia presenta a Dios como un ser poderoso y temible: Joel 3:16a “El SEÑOR ruge desde Sion y desde Jerusalén da su voz, y tiemblan los cielos y la tierra”.

Cuando leo esta afirmación me imagino al Señor rugiendo en su poder, y a toda la creación temblando en pavor. Sin embargo, tuvimos que reconocer que más bien temblamos ante los males de este mundo y el Todopoderoso no nos inspiraba ese mismo temor. ¿Por qué? Porque creo que siempre somos tentados a considerar a Dios como si Él fuera similar a nosotros. Vemos a Dios como inofensivo, a veces como impotente, casi pusilánime, pues buscamos y confiamos más en nuestros propios recursos que en Él. Nos apoyamos más en nuestra propia fuerza que en su poder.

No nos damos cuenta de que somos criaturas débiles en extremo y totalmente dependientes de su providencia y sostén. En el capítulo 40 del libro de Isaías, Dios le ordena al profeta que proclame la realidad de la debilidad del hombre y la compare con la grandeza de Dios. Nos describe al hombre como hierba que se seca y se marchita. La hierba florece, pero al pegarle el viento se seca. Comparados con su grandeza y poder, somos solo hierba; y esto lo repite el Señor varias veces porque parece que no captamos el punto (Job 14:2; Sal. 102:11; 1 P. 1:24). El hombre se considera poderoso y capaz, pero Jesús dice que no podemos siquiera agregar una hora a nuestra vida (Lc. 12:25-26); no podemos crecer un centímetro de estatura, ni dejar de envejecer, ni evitar morir. Somos solo hierba. Pero al Señor, Isaías lo describe como eterno e inmensamente poderoso y soberano. Él es el que gobierna y tiene todas las cosas en sus manos. Nos dice que mide las aguas en el hueco de su mano y que calcula el polvo de la tierra y la pesa en una balanza.

A Dios nadie le ha enseñado nada, pero Él todo lo sabe; y las naciones que a nosotros nos parecen tan poderosas, para Él son solo como una gota de agua en una cubeta, como un grano de polvo en su balanza. Y luego Isaías nos pregunta, ¿con quién pues lo puedes comparar, quién es semejante a Él? ¿Acaso la hierba se puede comparar con el Todopoderoso Señor? La respuesta es obvia, nosotros somos totalmente débiles y dependientes -como la hierba- pero Él es absolutamente poderoso y soberano. La crisis que hemos vivido produjo terror y un gran sentido de impotencia y temporalidad. Pudimos vivir lo pasajero que es la vida, pues sabíamos que al salir de nuestra casa era probable ya no regresar. De lo más duro que he tenido que hacer en mi vida es abrazarme con mi esposa y tener que decirle qué pasos tomar en caso de que algo malo me sucediera y no regresara a casa. Pero ahora nos damos cuenta de que eso ha sido una bendición, pues nos ha ayudado a reconocer y valorar aún más la grandeza y soberanía de nuestro Dios.

Cuando te sientes tan débil y vulnerable aprecias mucho más la fortaleza de Dios. Te obliga a depender en el único que verdaderamente te puede proteger. Para la iglesia de Ciudad Juárez, el verdadero problema que vivimos no era la inseguridad y el crimen; era uno de incredulidad. Y ese es el problema de todos los creyentes en todas las circunstancias. Fue el problema de los discípulos ante la tormenta que los anegaba (Lc. 8:24-25). Nuestro reto es poner nuestros ojos y depositar toda nuestra confianza en el Dios verdadero que describe la Biblia (Is. 40:26). Leer este pasaje de Isaías me animó grandemente porque, aunque veía la impotencia del gobierno para resolver la crisis, pude ver la grandeza de Dios comparada con la insignificancia de los poderes criminales delante de Él.

Conocer y creer en el Dios verdadero te trae a una perspectiva correcta. El mal era muy grande, eran muchos los malignos, era mucho el peligro, pero Dios estaba muy por encima de todo eso. Podíamos confiar y podíamos vivir seguros teniendo solamente los ojos puestos en nuestro Dios. Eso era, y sigue siendo, más que suficiente. Ahora bien, no solo era necesario que aprendiéramos a confiar en su protección, sino que también debíamos redirigir nuestro temor hacia Él. La Biblia nos dice que Jesús enseñaba que no debemos temer a los que matan el cuerpo, sino al que puede mandar nuestra alma al infierno (Lc. 12:4-5). No se puede confiar en Dios si no estamos conscientes de que es a Él a quien debemos temer.

Solo Él nos puede proteger de los malignos, ¿pero quién nos ha de proteger de Él mismo? ¿Quién nos puede proteger de su juicio e ira? Lo cierto es que el evangelio es fundamental para poder vivir confiados en Dios en toda circunstancia. El mensaje del evangelio es precisamente que Dios ha enviado a Jesús a rescatar a un pueblo pecador para hacerlo su especial tesoro. Un pueblo que, al ser perdonado y limpiado de sus pecados, es apartado y protegido de la ira divina que el pecado provoca en ese gran Dios. No importa si vives en la ciudad más violenta del mundo o si vives en una de las más seguras, si no estás bajo el favor del Dios verdadero, tu vida está en grave peligro de caer bajo su juicio. Qué absurdo es que el hombre busque la seguridad física, protegiéndose de los males en este mundo, pero descuidando el destino de su propia alma. Se protege de los malignos y no de lo que lo puede destruir por la eternidad. Por eso es que el principio de la sabiduría es el básico temor de Dios. Lamentablemente, aquellos en Ciudad Juárez sin conocimiento de Dios no podían entender esto; no podían concebir que un creyente pueda salir a la calle sintiéndose seguro aun bajo las condiciones más peligrosas. Lo único que veían eran las circunstancias de terribles peligros.

No alcanzaban a ver y creer en un Dios poderoso, que gobierna soberano sobre todas las cosas, poderes y naciones; ni a entender cuál es el mayor peligro en el que se encuentran sus almas. Nuestra misión evangelística no era animarlos a que no temieran, sino informarles que debían temer aun más al Dios que podía juzgar sus almas y condenarlos al infierno. Y aunque esto no pareciera un mensaje muy positivo, sí lo era al completarlo con las buenas noticias de que ese Dios descrito por Isaías les ofrecía su favor y el perdón de sus pecados, para que fueran librados del verdadero peligro que enfrentaban sus vidas. Hoy le damos gracias a Dios por permitirnos experimentar esas pruebas difíciles, pues al ser confrontados con nuestra debilidad, aprendemos a temerle más a Él y, por tanto, a confiar verdaderamente en Él. Pero no es necesario que experimentes dicha tribulación para aprender esa lección. Solo pon tus ojos en el Dios descrito por el profeta y mide tu confianza en Él. Sé honesto y examina si confías más en tu gobierno, en tus alarmas, en tu cuenta de banco, en tus cuidados médicos o en tu buena alimentación. ¿Qué pasaría si de repente te fueran quitadas esas cosas? Pon tu confianza de manera fundamental en lo que es Dios y en lo que Él ha prometido a los que son suyos. Recuerda cómo termina el capítulo 40 de Isaías:

¿Acaso no lo sabes? ¿Es que no lo has oído? El Dios eterno, el SEÑOR, el creador de los confines de la tierra no se fatiga ni se cansa. Su entendimiento es inescrutable. Él da fuerzas al fatigado, y al que no tiene fuerzas, aumenta el vigor. Aun los mancebos se fatigan y se cansan, y los jóvenes tropiezan y vacilan, pero los que esperan en el SEÑOR renovarán sus fuerzas; se remontarán con alas como las águilas, correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán” (Isaías 40:28-31).

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