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Éxodo 36 – 37   y   Lucas 23 – 24

“Cuando llegaron al lugar llamado “La Calavera”, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda”, Lucas 23:33.

En el Éxodo estamos en toda la etapa de construcción del Tabernáculo con los elementos que generosamente ha traído todo el pueblo de Israel. Ya que los pasajes del Antiguo Testamento se refieren únicamente a materiales y construcción, aprovecharemos la oportunidad para referirnos exclusivamente a la obra de amor de nuestro Señor Jesucristo en la cruz del calvario.

Tenemos una idea novelada de lo que Jesucristo hizo en la cruz; es como un sacrificio romántico, producto de la traición de un amigo íntimo que deja una gran enseñanza a la humanidad… pero nada más. Sin embargo, nuestro Señor Jesucristo tenía absoluta claridad acerca de lo que le sucedería y de la obra que Él realizaría. Previamente a su sacrificio, Él había anunciado en muchas oportunidades lo que iba a sucederle y son muchas las profecías que, cientos de años antes, hablaron con claridad de la obra trascendente que Jesucristo realizaría.

¿Por qué murió Jesucristo? Pues para salvarnos… ¿Salvarnos de qué? La palabra salvación deriva de una palabra griega que significa liberación, preservación. En el Nuevo Testamento se le usa indistintamente como liberación de peligros, libertad, salud y liberación espiritual. Por lo tanto, la salvación no solo tiene que ver con el cielo, sino también, con la preservación de toda nuestra vida. En la Biblia, el único Salvador es el mismo Dios, nuestro Señor Jesucristo.

Todo está bien, pero… ¿De qué me hallo en peligro? El hombre se encuentra en desgracia producto del grave desorden que su rebeldía para con Dios ha generado en todas las áreas de su vida.  Por eso la Salvación, libra al hombre del dominio del pecado y la muerte, llevándole al goce de una vida eterna y de comunión renovada con su Creador. Es tanto el daño del hombre, que requiere de un agente externo para poder salvarse. Muchas veces nos jactamos de no necesitar nada, cuando, en realidad, como cualquier ser humano necesitamos de la ayuda y colaboración de los demás.

Nuestro mayor problema con la salvación cristiana es que nos reduce  a reconocer que necesitamos totalmente del Señor para nuestro bienestar. Por ejemplo, ¿Hemos estado algún día en peligro de ahogarnos? ¿Dónde? ¿Cómo nos rescataron?  Seguro que primero intentamos salir por nosotros mismos hasta que perdemos todas las fuerzas. Cuando llega el salvavidas, él tiene instrucciones precisas sobre cómo acercarse a la víctima, tomarlo y mantenerlo para poder salvarlo. La única colaboración del casi-ahogado es la entrega incondicional y la sumisión absoluta. Total, no está en condiciones de negociar y menos de reclamar.

Jesucristo nos salvó de una manera muy singular: Tomó nuestro lugar, pagó por todas nuestras culpas y con la justicia satisfecha restituye al hombre en comunión con Dios. Esto es muy bello, pero no fue fácil. El historiador francés Alain Decaux explica de manera muy realista los acontecimientos cruentos a los que fue sometido nuestro Señor… y esto era lo que tú y yo merecíamos recibir. Aquí va un breve resumen:

Los sumos sacerdotes entregaron a Jesús a sus criados para que se burlasen de Él y le golpeasen: “Los hombres que tenían a Jesús bajo custodia, se burlaban de El y le golpeaban; y vendándole los ojos, le preguntaban, diciendo: Adivina, ¿quién es el que te ha golpeado? También decían muchas otras cosas contra El, blasfemando”, Lucas 22:63-65. Luego, fue llevado ante Pilato, quien lo consideró inocente: ” Y Pilato dijo a los principales sacerdotes y a la multitud: No encuentro delito en este hombre” Lucas 23:4. Él creía que lo salvaría haciéndole azotar. Jesús es desnudado y atado a una columna o pared. El instrumento de suplicio es el FLAGELLUM, látigo de mango corto, del cual parten correas largas y gruesas, sujetando en los extremos de cada correa, pequeñas esferas de plomo, o huesitos de cordero. Los latigazos sobre la piel desnuda causarían el desgarramiento de la piel (El Obispo Eusebio de Cesarea del siglo III menciona que `las venas de las víctimas quedaban al descubierto, y los músculos, tendones e intestinos quedaban totalmente expuestos´). Además de la orden de Pilato, toda la compañía romana se excedió golpeando y burlándose del maestro, aun le colocan una corona de espinas.

Totalmente desfigurado, le pusieron sus ropas que rápidamente se hicieron una con las heridas y la sangre que manaba de su cuerpo. Sin embargo, Jesús todavía no se enfrentaba al mayor de los suplicios de la época: La cruz. Este era el suplicio de los desertores, de los esclavos, de los ladrones, de los rebeldes. ¿Cómo era la cruz? Era sumamente pesada, el reo solo transportaba uno de los travesaños, el horizontal o Patibulum. El vertical estaba fijo en tierra en el lugar del suplicio. Esta pieza de madera pesaba aproximadamente 50 kilos, por lo tanto, Jesús no pudo con ella: “Cuando le llevaban, tomaron a un cierto Simón de Cirene que venía del campo y le pusieron la cruz encima para que la llevara detrás de Jesús”, Lucas 23:26. El recorrido que debió realizar era de aproximadamente 600 metros.

Al llegar al lugar del suplicio es inmisericordemente desnudado, añadiendo y despertando aún más el sufrimiento (para este momento la piel herida y sangrante se debieron haber hecho una con la tela de la vestidura). Lo extienden sobre el suelo y en cada muñeca es depositado un clavo. Al hundirlo en el carpo, el nervio mediano resulta gravemente lesionado, el dedo pulgar se hace inservible al replegarse sobre la palma de la mano, resultando todo en un dolor atroz y una permanente minusvalía. Luego de esto, Jesús debe incorporarse. El Patibulum es izado, fijándolo junto con él a la cruz. El cuerpo pende únicamente de las muñecas, hasta que un clavo atraviesa los dos pies cruzados y se fijan a la madera.

Un hombre colgado de las manos va experimentando una contracción muscular que ataca sucesivamente los antebrazos, brazos y el tronco, desembocando finalmente en un tétano (enfermedad caracterizada por contracciones dolorosas de los músculos, y por la disminución de calcio en la sangre). Los músculos de la respiración resultan afectados. Los pulmones se llenan de aire que no pueden exhalar. El tormento consistía entonces, para el condenado, en esta cruel alternativa: para retomar aire, debía incorporarse sobre los clavos que atravesaban sus pies; el dolor era tan insoportable, que se dejaba colgar nuevamente de los brazos, hasta que la asfixia lo obligaba a incorporarse otra vez. Sin olvidar el tremendo dolor, la fiebre y la infección que ya se está produciendo por las heridas de los azotes, impiden que el condenado pueda descansar la espalda en el madero.

Otro estudioso del tema expone: “Pues ciertamente una muerte por crucifixión parece incluir todo lo que el dolor y la muerte pueden tener por horrible y espantoso – vértigos, calambres, sed, hambruna, insomnio, fiebre traumática, tétano, vergüenza, publicidad de la vergüenza, larga duración del tormento (los romanos añadían un pequeño apoyo en los pies para hacer más largo el suplicio consiente del reo), horror de anticipación, mortificación por causa de heridas desatendidas – todo intensificado hasta el punto en que puede soportarse, pero deteniéndose un poco antes del punto en que la víctima podría tener el alivio de la inconciencia”.

Al daño físico, ya insoportable, hay que añadir el enorme daño emocional. Sin ningún reparo los soldados romanos se reparten las ropas del crucificado sin esperar siquiera su muerte. A la desnudez y a la vergüenza hay que añadir los continuos insultos de una multitud enardecida por el odio. Pero Jesús calló y entre las pocas palabras que en la cruz pudo expresar, El dijo: “…Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, Lucas 23: 34a. Nuestro Señor no perdió ninguna de sus capacidades, ni permitió que lo sedaran con vinagre. Él estaba en su sano juicio y con sus poderes intactos, pero con una gran dosis de amor y paciencia hacia toda la humanidad. Él llegó a prometerle al malhechor arrepentido: “…De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (23:43b).

Jesús pagó un altísimo costo por nuestra salvación. Siendo Él, la vida, se entregó a la muerte, destruyendo con su presencia a nuestro enemigo: “Entonces, Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró”, Lucas 23:46. Todos se sorprendieron con su muerte; Jesús no cayó a consecuencia de la debilidad por las heridas, la infección o el desangramiento, Él se entregó a la muerte porque sino, la muerte nunca hubiera podido hacer nada contra Él. Finalmente, Él completó la obra resucitando de entre los muertos y partiendo a su lugar eterno a la Diestra del Padre.

Jesucristo no es para nosotros un mártir, es el Salvador. Él venció a la muerte, el pecado y el fracaso, para darnos también de su victoria. Él sigue diciendo lo mismo que le dijo a sus discípulos cuando apareció con vida delante de ellos:  ”Mirad mis manos y mis pies, que soy yo mismo; palpadme y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo”, Lucas 24:39.

Nada de lo que Él hizo fue casual: “y les dijo: Así está escrito, que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día; y que en su nombre se predicara el arrepentimiento para el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén”,  Lucas 24:46 – 47. Todo estaba programado para la salvación del hombre, y desde ese momento se han levantado, generación tras generación, hombres y mujeres que han testificado haber visto a Jesús vivo, con las marcas de amor de la cruz del calvario. Aun en el siglo XXI Jesús le dice a los cristianos: “Y vosotros sois testigos de estas cosas”, Lucas 24:48.

Tomemos tiempo para volver a tener un encuentro con el Cristo que pagó el precio por nuestra salvación; pero no para llorar su muerte, sino para cantar la victoria de la resurrección y decirle al mundo como los ángeles: ” … ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado…”, Lucas 24:5b-6a. Y cuando te pregunten: Si vive… ¿Cómo lo sabes? ¿Dónde está? Entonces responde cantando con fuerza la letra del viejo himno:

Él vive, Él vive,

hoy vive el Salvador.

Conmigo está, y me guardará,

mi amante redentor.

Él vive, Él vive,

me imparte salvación…

Sé que Él viviendo está…

porque…

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