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Juan Calvino estaba tan convencido como Martín Lutero en cuanto a la perspicuidad (claridad) de las Escrituras. Las claras aserciones de la Biblia llevaron a Calvino a defender la necesidad de la sana doctrina en el ministerio cristiano.

Su labor en Ginebra se caracterizó por el rigor teológico y la defensa de la claridad de la Palabra de Dios. No obstante, el francés no se quedó contento con solamente promover un entendimiento correcto de las Escrituras. Quiso que los miembros de su congregación se convirtiesen en “discípulos de la Escritura”.

Hoy vamos a echar un vistazo a cuatro argumentos que Calvino empleó en su obra maestra —Institución de la Religión Cristiana1— para respaldar la perspicuidad bíblica en su generación.

1. La Iglesia no establece la Escritura

Calvino protesta agresivamente contra la idea de que la Iglesia Católica Romana haya establecido los libros canónicos del Nuevo Testamento. Dios nunca otorgó a la Iglesia la tarea de escoger el canon, sino la de recibir el canon como un don del cielo. Escribe Calvino: “Ha crecido entre muchos un error muy perjudicial y es pensar que la Escritura no tiene más autoridad que la que la Iglesia de común acuerdo le concediere” (p. 30).

El francés estaba preocupado por las implicaciones pastorales de semejante creencia, preguntando, “¿Qué será de las pobres conciencias que buscan una firme certidumbre de la vida eterna, si todas cuantas promesas nos son hechas se apoyan en el solo capricho de los hombres?” (p. 30). Calvino se dio cuenta de que hacía falta algo más que la opinión humana o un decreto eclesiástico para estar seguro de que la Palabra es inspirada por Dios.

Él rechaza la noción católica de que la Iglesia haya determinado las Escrituras diciendo: “¡Como si la eterna e inviolable verdad de Dios estribase en la fantasía de los hombres!” (p.30) De ninguna manera era la Iglesia señora o maestra sobre la Biblia.

2. La Escritura establece la Iglesia

¿De qué forma, entonces, defiende Calvino su idea anticatólica de que la Escritura no es producto de la Iglesia? Lo que hace es invertir el papel de la Biblia y la Iglesia en el pensamiento romano. Para Calvino, es la Escritura la que establece la Iglesia y no la Iglesia la que establece la Escritura. La Iglesia solamente existe gracias al fundamento de la Palabra de Dios.

Cita a Efesios 2:20 destacando que, “Si el fundamento de la Iglesia es la doctrina que los profetas y los apóstoles enseñaron, es necesario que esta doctrina tenga su entera certidumbre antes de que la Iglesia comience a existir” (p. 31). Y otra vez, “Porque si la Iglesia cristiana fue desde el principio fundada sobre lo que los profetas escribieron, y sobre lo que los apóstoles predicaron, necesariamente se requiere que la aprobación de tal doctrina preceda y sea antes que la Iglesia, la cual ha sido fundada sobre dicha doctrina; puesto que el fundamento siempre es antes que el edificio” (p. 31).

La Iglesia, pues, no formuló ni redactó el canon, sino que lo recibió del Señor como un regalo de la gracia divina. “Cuando la Iglesia recibe y admite la Santa Escritura y con su testimonio la aprueba, no la hace auténtica, como si antes fuese dudosa y sin crédito; sino que porque reconoce que ella es la misma verdad de su Dios” (p. 31).

La Iglesia, por lo tanto, es simplemente la receptora de la Escritura; de ninguna manera determina o se enseñorea sobre la Palabra de Dios. La realidad es que es la Biblia la que determina la Iglesia.

3. Los hombres profanos defienden la incredulidad

Además de meterse con los católicos por su bibliología, Calvino se dirige simultáneamente a los escépticos liberales. El escepticismo —siguiendo el hilo de pensamiento de Erasmo— propuso que el mensaje de la Biblia no era claro. Es decir, no creían en la perspicuidad de la Escritura. La Biblia, razonaban los escépticos, es demasiado difícil y oscura como para ser entendida por el creyente común y corriente. Nadie podía estar seguro de nada de lo que estaba registrado en la Palabra. Así pensaron los escépticos que la religión se trata de una cuestión de gustos y opiniones personales. En respuesta a tales propuestas, Calvino respondió escribiendo que, “los profanos piensan que la religión consiste solamente en una opinión” (p. 33).

Según el pastor, los hombres profanos fueron bautizados con “ignorancia y estupidez” porque no habían tomado la Biblia en serio. No la vieron como realmente es: la Palabra del Dios vivo. En última instancia hace falta algo más que un argumento filosófico para creer que la Biblia es verdaderamente dada por el Señor, a saber, el testimonio del Espíritu de Dios. La oscuridad del corazón humano no permitió que los liberales contemplasen la sencillez de la Escritura.

Unos años antes Lutero —uno de los héroes de Calvino— escribió lo siguiente: “Mas el hecho de que muchas cosas sean abstrusas para muchos, se debe no a la oscuridad de las Escrituras, sino a la ceguedad o desidia de esa gente misma que no se quiere molestar en ver la clarísima verdad”. Y de nuevo: “Con igual temeridad podría inculpar al sol y a un día oscuro el hombre que se tapase los ojos o que pasase de la luz a la oscuridad y se escondiese. Desistan, pues, aquellos miserables de achacar con blasfema perversidad las tinieblas y obscuridad de su corazón a las tan claras Escrituras de Dios”. 

Como en el caso de Calvino, Lutero creyó que fue la mente entenebrecida de los escépticos (incrédulos) la que distorsionó la claridad manifiesta de la Palabra.

4. El Espíritu de Dios confirma el origen divino de la Escritura

Si los hombres profanos siembran dudas tocantes a la claridad de la Escritura, ¿cómo puede uno estar seguro de que la Biblia es la Palabra de Dios? Calvino tiene una sola respuesta. Y fue justamente la misma respuesta la que ofreció Lutero: el Espíritu Santo. Aquí hay unas citas preciosas de Calvino al respecto:

“Si queremos, pues, velar por las conciencias, a fin de que no sean de continuo llevadas de acá para allá cargadas de dudas y que no vacilen ni se estanquen y detengan en cualquier escrúpulo, es necesario que esta persuasión proceda de más arriba que de razones, juicios o conjeturas humanas, a saber, del testimonio secreto del Espíritu Santo” (p. 33).

“El testimonio que da el Espíritu Santo es mucho más excelente que cualquier otra razón. Porque, aunque Dios solo es testigo suficiente de sí mismo en su Palabra, con todo a esta Palabra nunca se le dará crédito en el corazón de los hombres mientras no sea sellada con el testimonio interior del Espíritu. Así que es menester que el mismo Espíritu que habló por boca de los profetas, penetre dentro de nuestros corazones y los toque eficazmente para persuadirles de que los profetas han dicho fielmente lo que les era mandado por el Espíritu Santo” (p. 33).

“Hay personas buenas que, viendo a los incrédulos y a los enemigos de Dios murmurar contra la Palabra de Dios sin ser por ello castigados, se afligen por no tener a mano una prueba clara y evidente para cerrarles la boca. Pero se engañan no considerando que el Espíritu Santo expresamente es llamado sello y arras para confirmar la fe de los piadosos, porque mientras Él no ilumine nuestro espíritu, no hacemos más que titubear y vacilar” (p. 34).

“No hay hombre alguno, a no ser que el Espíritu Santo le haya instruido interiormente, que descanse de veras en las Escrituras” (p. 34).

“Aunque en sí misma [la Escritura] lleva una majestad que hace que se la reverencie y respete, sólo, empero, comienza de veras a tocarnos, cuando es sellada por el Espíritu Santo en nuestro corazón. Iluminados, pues, por la virtud del Espíritu Santo, ya no creemos por nuestro juicio ni por el de otros que la Escritura procede de Dios, sino que por encima de todo entendimiento humano con toda certeza concluimos que nos ha sido dada por la boca misma de Dios por ministerio de los hombres” (p. 34).

La obra vivificadora del Espíritu actúa en armonía con las Escrituras escritas para convencer a su lector de que son del Señor. La razón principal por la que los escépticos no confesaban fe en la perspicuidad de la Biblia es porque no tenían el Espíritu de Dios. Donde el Vaticano se había equivocado al elevar el estatus de la Iglesia en detrimento de la Palabra, los liberales habían errado porque no habían experimentado “el testimonio secreto del Espíritu”. Hasta que tal fe viva no esté encendida en nuestro corazón, enseñó Calvino, no podemos tener una “convicción perfecta” de que Dios sea el autor de las Sagradas Escrituras.

Aferrémonos a las Escrituras

En sus debates con los católicos y los liberales, Calvino defendió la perspicuidad de la Escritura para justificar ciertos principios protestantes tales como la superioridad de la Palabra por encima de la Iglesia y el testimonio incomparable e infalible del Espíritu de Dios en los corazones de los fieles.

La gran seguridad en la cual Calvino hizo guerra contra sus detractores debería animarnos hoy para seguir aferrados a la doctrina de la Biblia aunque tengamos a muchos enemigos que procuran deshacerse de las Escrituras. ¡Qué busquemos aquella seguridad que solamente nos puede conceder el Espíritu Santo!

(1) Todas las citas están sacadas del primer tomo de la Institución, capítulo siete.
Imagen: Lightstock
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