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Uno de los personajes ficticios más famosos del siglo XX es Superman, creado originalmente por el escritor norteamericano Jerry Siegel y el dibujante Joe Shuster, en 1932. Según la historia original, Superman nació en el planeta Krypton con el nombre de Kal-El. Sus padres lo enviaron a la tierra en una nave, siendo apenas un niño, antes de que su planeta fuese destruido; y fue descubierto en una granja de Kansas, por Jonathan y Martha Kent, que lo adoptaron como hijo suyo y le pusieron por nombre Clark Kent.

Pero muy pronto vino a ser evidente que Clark poseía habilidades y poderes sobrehumanos, que eventualmente decide usar para beneficio de la humanidad. Aparte de su capacidad para volar, Superman posee una súper fuerza, longevidad sobrehumana, una piel muy dura que prácticamente no puede ser atravesada por nada (por eso se le conoce como “el hombre de acero”), súper velocidad, poderes de visión (incluyendo visión de rayos X, visión calorífica, telescópica, microscópica e infrarroja), un súper oído y un súper aliento capaz de bajar la temperatura al punto de congelación o crear vientos huracanados.

Por supuesto, los creadores del personaje no se molestan en explicar algunos de los detalles incongruentes de la historia. Por ejemplo, ¿cómo puede estar sujeto a las leyes del crecimiento siendo un hombre de acero? ¿O como pueden sus órganos internos procesar los alimentos? ¿O cómo es posible que con sólo ponerse unos espejuelos pueda ocultar su doble identidad aun a los amigos más cercanos (a pesar de que siempre que aparece Superman, Clark Kent desaparece)? Este tipo de incongruencia no tiene que ser explicada, porque todo el mundo sabe que se trata de un personaje ficticio.

Pero cuando estudiamos el personaje de Jesús en la Biblia, nos topamos con algo completamente distinto. El Jesús que se revela en los evangelios es un personaje histórico que vivió en un tiempo y una geografía específicas. Y no era una especie de Súper Hombre, con capacidades extraordinarias similares a la de Superman, sino un ser humano como tú y como yo, excepto en el hecho de que Él nunca pecó.

Jesús tenía como Hombre las mismas limitaciones que todo hombre tiene. Él no podía volar, ni tenía un súper oído, ni un súper aliento, ni una piel impenetrable (como quedó claramente evidenciado en la cruz del calvario). Su cuerpo humano estuvo sujeto a las mismas leyes de crecimiento que el tuyo. Jesús tenía que comer, beber y descansar igual que todos nosotros. Pero al mismo tiempo era la segunda Persona de la Trinidad, con todos los atributos y capacidades que hacen que Dios sea Dios. Dos naturalezas en una misma persona, la divina y la humana, interactuando juntas, pero sin mezclarse una con la otra y sin modificarse entre sí.

Así como la naturaleza humana de Jesús no disminuyó en ningún sentido su naturaleza divina, así tampoco Su naturaleza divina dotó de súper poderes a Su naturaleza humana. Jesús no dejó de ser Dios al hacerse Hombre, pero por amor a nosotros cubrió momentáneamente Su naturaleza divina bajo el velo de Su humanidad. Los hombres contemporáneos a Jesús no lo veían con una aureola alrededor de la cabeza o emanando una luz de Su cuerpo, como aparece en muchas pinturas religiosas. Ellos veían a un Hombre que no se distinguía físicamente de los demás en ningún sentido.

Este Hombre, Jesús, es Dios encarnado, el gran Héroe de las Escrituras y el Autor de nuestra salvación; el Único que merece toda gloria, honra, honor y adoración ahora y por siempre; el Único a quien debemos confiar toda nuestra vida porque es una Persona real que se identificó plenamente con nosotros en nuestra humanidad, excepto que Él nunca pecó. Él ascendió a los cielos después de Su muerte y resurrección, y ahora está sentado a la diestra del Padre, desde donde regresará para buscar a los Suyos, para que reinemos junto a Él por los siglos de los siglos. ¡Alabado sea nuestro bendito Señor y Salvador!

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