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En el verano pasado, el mundo estaba atento constantemente a los eventos olímpicos en Londres.  En Puerto Rico, mi país, todos se detuvieron a ver la carrera del vallista Javier Culson.  Yo, que vivo en los Estados Unidos, me aseguré de poder ver la carrera por medio del Internet.  Además, le instruí de forma específica a mis hijos de 5 y 3 años que durante el minuto de duración de la carrera no podrían hacer ruido ni moverse tan siquiera, porque papi quería ver a Culson ganar el oro.

Muchos sabemos el resultado: el dominicano Felix Sánchez dominó al boricua.  Ver a Culson en el suelo llorando me puso a pensar en varias cosas, y entre ellas reflexioné en que Javier Culson ha dedicado su vida para este momento,  y ahora él no tendrá otra oportunidad para alcanzar la gloria olímpica sino hasta el 2016. Esta vez él no pudo alcanzar el premio. La pregunta que me hago es: ¿cuál es el premio del evangelio? ¿Cuál es el fin? El apóstol Pablo se refiere a la vida del cristiano como una carrera, animándonos a llegar a la meta.

¿Qué recibimos en la meta?  Algunos cristianos piensan que la meta es recompensa terrenal, esto es  prosperidad, autos, salud y un sinnúmero de “bendiciones”.  No negamos que Dios en su misericordia es el dador de todo lo que tenemos. Sin embargo, ¿es el recibir cosas materiales el fin del cristianismo? Es difícil leer la Biblia y poder concluir que el objetivo del cristianismo es una posesión o el bienestar material y físico en la Tierra, porque la Biblia constantemente nos recuerda que somos ciudadanos de otro reino.  El problema es que muchas veces nos confundimos y pensamos que el reino de Dios está totalmente establecido ya en la Tierra, y que debemos poseer cosas como si estuviéramos en el cielo.

Esto se llama el tener una escatología sobre-desarrollada.  La sanidad de nuestros cuerpos y las bendiciones materiales que recibimos ahora en la Tierra deben apuntar a algo mayor, esto es, al momento cuando no tendremos necesidad de ser sanos nuevamente, al momento cuando no deseemos cosas materiales porque tendremos por una eternidad el premio del evangelio; al instante cuando obtengamos comunión perfecta con Dios mismo. Sí mi hermano, Dios es el premio. Él se entregó por ti y por mí, tomando nuestro lugar para que pudiéramos disfrutar lo que habíamos perdido en el Edén: completa comunión con Él.  El cielo sin Dios no es el cielo, porque en el cielo vamos a ir a disfrutar de Dios y su gloria por una eternidad. Así que cuando vivimos vidas centradas en el mensaje del evangelio y vemos lo que Cristo hizo por nosotros, apreciamos lo que Dios nos ofrece como recompensa.  Él se ofrece a sí mismo. 2 Corintios 3:18a dice: “Pero, nosotros todos, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria de Dios…” .

En Cristo y Su obra podemos mirar plenamente lo que Moisés deseó ver y no pudo: la gloria de Dios. Si por la gracia de Dios ahora en la Tierra tenemos a Cristo, lo tenemos todo. Dios se dio a sí mismo para que obtuviéramos por Su obra perfecta el mayor de los premios, a Él mismo.

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