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Fragmento adaptado de Vivir con integridad y sabiduría: Persigue los valores que la sociedad ha perdido. Miguel Núñez. B&H Publicaciones.

Un líder sin integridad es un líder sin credibilidad y, por consiguiente, no será un líder de influencia ni de impacto. De hecho, no será un líder, sino uno más.

«Liderar», explica Oswald Sanders, «es influenciar, la habilidad de una persona para influenciar a otros a seguirle». Y si una persona no tiene integridad, no tendrá credibilidad frente a los demás; y sin credibilidad, no habrá quien siga a esta persona; y sin seguidores no habrá entonces a quién influenciar; y sin nadie a quien influenciar, no habrá impacto alguno en la vida de los demás.

Por tanto, para ser un verdadero líder, se requiere integridad. Cuando una persona carece de integridad, aquellos que están a su alrededor lo notarán y no confiarán en alguien así, sin importar de quién se trate. Esta persona podría ser un jefe, alguien con autoridad sobre otros, pero, si carece de integridad y credibilidad, nunca será visto como un líder, pues hay una enorme diferencia entre ser jefe y ser líder. Los jefes mandan y son obedecidos, pero los líderes influencian e impactan vidas.

¿Estamos sirviendo de buen ejemplo?

La integridad es el terreno donde nuestras palabras y nuestro caminar se encuentran. Las personas escuchan nuestras palabras, pero siguen nuestras huellas. Por tanto, la forma en que vivamos y nuestras acciones son las que marcarán el camino y servirán de ejemplo a los que vienen detrás.

En 1 Pedro 2: 21, el apóstol nos habla de que Cristo nos dejó ejemplo para que sigamos Sus pisadas. Cuando caminamos en integridad, de manera que lo que hablamos coincide con lo que hacemos, nuestra integridad tiene el poder de cambiar el curso de la vida de otros, pues ellos seguirán el sendero por donde nos vean caminar.

Santiago, en su carta, expresa su preocupación por esta discrepancia entre lo que se escucha y se dice, y lo que terminamos haciendo:

Sed hacedores de la palabra y no solamente oidores que se engañan a sí mismos. Porque si alguno es oidor de la palabra, y no hacedor, es semejante a un hombre que mira su rostro natural en un espejo; pues después de mirarse a sí mismo e irse, inmediatamente se olvida de qué clase de persona es. Pero el que mira atentamente a la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece en ella, no habiéndose vuelto un oidor olvidadizo sino un hacedor eficaz, éste será bienaventurado en lo que hace (Sant. 1: 22-25).

Si aplicamos a nuestras vidas lo que el texto de más arriba nos comunica, hoy podríamos compararlo a cuando el domingo en la mañana escuchamos un mensaje que nos confronta y respondemos a lo escuchado con un «amén», pero luego estas palabras no van acompañadas de un accionar durante la semana. Eso nos muestra que no estamos siendo íntegros.

La integridad trae bendición

La integridad se evidencia en la clase de persona que somos, es decir, en nuestro carácter y en las decisiones que tomamos. El que oye, asiente, pero no hace, no es íntegro.

Por otro lado, la integridad nos lleva a ser hacedores eficaces; y es el hacedor eficaz el que será bendecido en lo que hace. Pero el que mira atentamente a la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece en ella, no habiéndose vuelto un oidor olvidadizo sino un hacedor eficaz, éste será bienaventurado en lo que hace (v. 25).

Note cómo la bendición depende de que yo sea un hacedor, y no cualquier hacedor, sino un hacedor eficaz.


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Imagen: Lightstock
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