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Después de una larga jornada de votaciones, esta madrugada Donald Trump ha sido confirmado como el presidente electo de Estados Unidos. Con una mayoría de 276 votos electorales, el candidato del partido republicano triunfó decisivamente sobre su contrincante, Hillary Clinton, del partido demócrata, quien ha obtenido hasta ahora 216 votos electorales.

En medio del gozo de muchos y la desconsolación de muchos otros, tanto dentro como fuera de Estados Unidos, un sentir de sorpresa. Que Trump haya ganado desafía muchas ideas preconcebidas acerca de la sociedad estadounidense, y da paso a una nueva etapa gubernamental con un marcado sentir populista.

La pregunta que viene a mi mente, y que creo que viene a las mentes de muchos cristianos es, ¿ahora qué? ¿Qué va a pasar en el país? ¿Cuáles serán las consecuencias para las relaciones exteriores de Estados Unidos? También, más cerca de nuestra realidad diaria: ¿Qué va a suceder en mi cuidad, en mi vecindario? ¿Cómo va a afectar a mi economía familiar? ¿Qué va a pasar después del culto este domingo? ¿Cómo serán las conversaciones con mis hermanos y hermanas a la luz de estos eventos? ¿Debo temer por la deportación de algunos de mis familiares? ¿Acaso no podré renovar o alcanzar una visa americana por primera vez?

Es difícil afirmar con certeza qué va a pasar exactamente. Por eso, creo que es mejor que nos concentremos en lo que ya sabemos, en lo que no cambia; es decir, en lo que Dios dice. En ese sentido, creo que hay al menos tres cosas que la Palabra de Dios nos llama —a todos, pero en particular a los hispanos que somos ciudadanos norteamericanos— a hacer en respuesta a los resultados de esta elección.

Someternos a las autoridades y orar por ellas

Sea quien sea el presidente, el Señor nos manda a someternos y orar por él o ella. Esto es claro a partir de Romanos 13:1-7 y otros pasajes como 1 Pedro 2:17 y 1 Timoteo 2:1-8. Aunque nos parezca extraño o contradictorio, y aunque la preferencia de algunos de nosotros sea de orar salmos imprecatorios en vez de oraciones por bendición, debemos orar por Donald Trump cuando asuma su rol presidencial. Orar que sea un buen líder en esta nación, que gobierne con sabiduría; aún más, que genuinamente se arrepienta de sus pecados, ponga su fe en Cristo, y glorifique a Dios con toda su vida.

Particularmente, creo que debemos orar que su promesa de nominar jueces de la Corte Suprema que promuevan la protección de la vida tanto dentro como fuera del vientre se haga realidad. Muchos creyentes prefirieron votar por Trump específicamente por esta razón, a pesar de su carácter y otras de sus políticas. La legalización y expansión del aborto es una de las tragedias más grandes en la historia contemporánea; es prácticamente un genocidio que ha recibido una estampa de aprobación moral. Pero con Trump, hay una posibilidad de que cambie, lo cual sería grandioso. Dios quiera que no haya sido simplemente demagogia.

Personalmente como latino, creo que también debemos orar que la promesa de Trump de construir un muro en la frontera con México haya sido simplemente un chiste de mal gusto. Obviamente, construir un muro no es la peor cosa que Trump podría hacer. Pero esta promesa encapsula varios —o la mayoría— de los problemas sociales que muchos de nosotros tememos que la elección de Trump podría agravar: miedo de los extranjeros e inmigrantes, de otras religiones, racismo, trato indigno de los que son diferentes, etc. Oremos que el fruto de su presidencia no sea lo que sus pronunciamientos durante la campaña dieron a entender.

Amar a nuestro prójimo, y a nuestros “enemigos”

Varios han dicho que Estados Juntos o Estados Contiguos sería un nombre más preciso para los Estados Unidos. Uno de los aspectos más preocupantes de esta temporada de elección fueron —y todavía son— los sentimientos y resentimientos sociales en este país que han salido a la luz. La verdad es que la sociedad norteamericana está fracturada en múltiples maneras. Si bien esta elección no ha necesariamente causado esas divisiones, sí las ha hecho brotar nuevamente a la superficie.

Como cristianos debemos recordar el primer y el segundo grande mandamiento de nuestro Salvador: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”, y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22:37-39). Nuestro prójimo es todo el que está a nuestro alrededor; aquellos que votaron igual que nosotros, como también aquellos que votaron diferente, o los que se abstuvieron. No debemos considerarlos enemigos; pero si no hay vuelta que darle y ellos se consideran nuestros enemigos, debemos recordar lo que nuestro Salvador nos dice acerca de los tales: “Amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen, para que ustedes sean hijos de su Padre que está en los cielos; porque él hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa tienen? ¿No hacen también lo mismo los recaudadores de impuestos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen más que otros? ¿No hacen también lo mismo los Gentiles? Por tanto, sean ustedes perfectos como su Padre celestial es perfecto” (Mt. 5:44-48).

En este sentido, creo que una de las principales maneras en que podemos amar a nuestro prójimo es cuidando nuestras palabras, no solo en nuestro corazón, sino también en persona y –especialmente en nuestros días– en las redes sociales. Esforcémonos por decir solo cosas que sean de edificación (Ef. 4:29). Meditemos sobre esto usando Romanos 3:13-18 y Santiago 3:1-9, 4:1-17.

Sobre todas las cosas, busquemos, dediquémonos, esforcémonos por mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz con nuestros hermanos y hermanas en Cristo (Ef. 4:3), en especial con aquellos que diferimos en nuestras opiniones y preferencias políticas. Los candidatos políticos no son la base de nuestra identidad y de nuestra unión; es Cristo —su vida, muerte, resurrección, la regeneración por su Espíritu, nuestra mutua confesión de fe en él—. No dejemos que Satanás se convierta el jefe de estado en nuestras relaciones dentro de la iglesia. No dividamos el cuerpo de Cristo en su expresión local. Más bien, no desperdiciemos esta tremenda oportunidad para glorificar a Cristo y dar testimonio del poder transformador y unificador de su evangelio por medio de la unidad con nuestros hermanos y hermanas en Cristo.

Continuar con nuestra misión

Algo interesante que me pasó cuando fui a votar fue lo normal que me sentí. Abrí el sufragio y marqué mis preferencias, pero en ningún momento sentí que el techo del lugar de votación se abría; que resonaban trompetas, descendían ángeles, la luna se volvía de sangre, y el cielo se partía en dos. También fue interesante lo normal que todo se veía esta mañana. El cielo y la tierra seguían en su lugar, le gente seguía yendo al trabajo, el gimnasio estaba tan ocupado como siempre, y mi desayuno tenía el mismo sabor.

A lo que voy es que tendemos a exagerar la trascendencia de nuestras circunstancias. Creo que esto es especialmente cierto en Estados Unidos, en donde muchos están convencidos de que lo que pasa a nivel local siempre tiene relevancia universal. Pero todos tenemos esa tendencia, incluso los cristianos. Alguien nos critica y alegamos que estamos sufriendo persecución; no encontramos nuestro trabajo ideal y reclamamos que la economía no podría estar peor; se escoge a un candidato presidencial que no apoyamos y le rogamos a las montañas que caigan sobre nosotros. Por el contrario, cuando nuestro candidato es escogido, sentimos alivio que ahora sí nuestras libertades serán protegidas y respetadas; que ahora sí el país va a andar mejor; que ahora sí el reino de Dios va a empujar a las tinieblas. Ciertamente deberíamos avergonzarnos y arrepentirnos de nuestro egocentrismo, y de lo mucho que depositamos nuestras esperanzas en los líderes de nuestras naciones y en todo tipo de cisternas rotas que no retienen agua.

Por supuesto, no podemos negar las consecuencias reales de una elección presidencial. Pero debemos colocar cada cosa en su debido lugar. Tenemos que recordarnos constantemente los unos a los otros que nuestro Dios es bueno, que va a proveer para nuestras necesidades, y que incluso si el desenlace de los eventos actuales es terrible política, económica, y socialmente, Dios sigue en su trono (Ex. 15:18; Salmo 47:8; 93:1; 146:10; Lam. 5:19; 1 Tim. 6:16; Ap. 11:15). No hay ninguna autoridad bajo el cielo que no haya sido designada por Dios (Dan. 2:21; Rom 13:1). Por lo tanto, nuestra confianza no está en el presidente electo de ninguna nación. Nuestra confianza se encuentra exclusivamente en el Señor que gobierna sobre los reyes de la tierra (Salmo 33:10; Isa. 40:23).

Por lo mismo, aunque las situaciones cambien para bien o para mal, nuestra misión es la misma: predicar el evangelio, ser y hacer discípulos, y vivir vidas santas en espera de nuestra redención final (Mt. 28:18-20; Fil. 3:17-21). Y con Donald Trump como presidente, nuestra misión no cambia.


Crédito de imagen: Wikimedia Commons.

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