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A lo largo de mi vida he escuchado muchos conceptos que la gente dentro y fuera de la iglesia tiene de Dios. Tristemente, el más común de ellos que he escuchado de forma consciente o inconsciente, es el que Dios es una persona indistinta, sin sentimientos, como un robot. Sentado allá en un trono lleno de joyas, parecido a Gandalf, con una regla en la mano como los maestros de la escuela, esperando que su reloj dé la hora de ya destruir todo y ver quién sí logró seguir las reglas que él puso miles de años atrás y quién no.

Mientras leía mi devocional hace unos días, no pude pasar de los primeros versos del libro de Jeremías capítulo 2. Terminé con mi rostro lleno de lágrimas viendo a un Dios absolutamente diferente a este que muchos tienen en su mente. Un Dios que pareciera estar derramando su corazón en dolor al hablarles a sus hijos.

“Me acuerdo de ti, de la lealtad de tu juventud, del amor de tu noviazgo, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en una tierra no sembrada. Santo era Israel para Jehovah, primicia de su cosecha…” (Jeremías 2:2-3ª RVA)

¿Pueden por un momento imaginarse a Dios hablándonos de tal forma? Diciéndonos que se recuerda de nosotros, de cuando nuestro corazón palpitaba por él y no queríamos otra cosa más que conocerlo y amarlo a pesar de estar pasando por un desierto. Incluso más adelante, en Jeremías 2:5-7, Dios les dice:

“¿Qué maldad hallaron en mí vuestros padres, para que se hayan alejado de mí y se hayan ido tras la vanidad, haciéndose vanos ellos mismos?

No dijeron: ‘¿Dónde está Jehovah, que nos hizo subir de la tierra de Egipto y nos condujo por el desierto, por una tierra árida y de hoyos, por una tierra reseca y de densa oscuridad, por una tierra por la cual ningún hombre ha pasado, ni habitó allí hombre alguno?’

 Yo os introduje en una tierra fértil,  para que comierais de su fruto y de lo bueno de ella. Pero cuando entrasteis, contaminasteis mi tierra y convertisteis mi heredad en abominación”.

Dios está hablando de una forma tal que podemos realmente entender su dolor al ver cómo sus hijos corren tras su pecado y se olvidan de él. Dios los ve, y con una voz tierna y quebrantada les dice “¿Qué pude haber hecho para que ustedes escogieran el pecado y no a mí?”.

¿Cuantas veces hago yo lo mismo que hizo Israel? En segundos puedo olvidarme de todo lo que Dios ha hecho por mí y correr tras mi pecado. ¿Acaso es Dios un Dios lejano, frío, sin sentimientos que solo está esperando el momento para destruirnos? ¿O es posible que soy yo el que se aleja de Dios, y no al revés?

Recordemos que a lo largo de toda la historia de la humanidad, es Dios quién siempre nos busca. Es Dios quien tiene la iniciativa para ir con nosotros y buscarnos como lo hizo con Adán. Adán respondió con excusas, pero la respuesta de Dios fue la promesa y la esperanza de Jesús en Génesis 3:15. Dios buscó a Noé, y después de salvarlo a él y a su familia, Noé va y se emborracha. Dios buscó al pueblo de Israel y los libera de la esclavitud; su pueblo respondió haciendo un becerro de oro para adorarlo. Esta es la narrativa de la Biblia, Dios busca a sus hijos y los ama, a pesar de sus hijos. Dios nos buscó de tal forma que un día, hace más de dos mil años, la segunda persona de la Trinidad, despojándose de su gloria, tomó forma de hombre y vivió la vida que nosotros debíamos de vivir y recibió el castigo que nosotros merecíamos, para poder restaurar nuestra relación con Dios.

Dios hoy en día nos sigue buscando con palabras tiernas, de amor, recordándonos cuánto nos ama a través de la cruz. No busques esas cosas que te alejan de Él y que te dan la falsa promesa de llenura perfecta. Dobla hoy tus rodillas y arrepiéntete, pídele que una vez más te limpie y te llene de ese amor, amor perfecto, que nunca falla y que está hablando a tu corazón hoy.

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