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Un amigo me preguntó el otro día: “¿Qué tanto debemos esforzarnos por alcanzar metas en esta vida?” Luego me dijo: “Tú eres un hombre que se pone metas y las logra. Te propusiste completar una maratón y lo lograste. ¿Cómo puedo ayudar a mi hijo a tener metas y a la vez glorificar a Dios con su vida?”

La pregunta de mi amigo apunta a la tensión que muchos sentimos entre el servicio a Dios y el servicio a los demás, y de cómo entendemos el éxito en ambas áreas. Esta tensión no es nada nuevo. En la historia del cristianismo se sabe de grupos que se apartan completamente de la vida secular y viven en monasterios para así glorificar a Dios, definiendo el éxito como la separación del mundo. Al otro extremo, se sabe de creyentes que, usando la doctrina del “mandato cultural”, entregan todas sus fuerzas al desarrollo profesional y descuidan las necesidades espirituales de sí mismos y de los demás, definiendo el éxito como la fusión con el mundo.

Quizás tu también te preguntas esto: ¿Es correcto que un creyente trate de ser lo mejor que pueda ser en el campo que Dios le llame a servir? Aquí comparto varios principios bíblicos a tomar en cuenta para tener convicciones bíblicas sobre este asunto.

El llamado a ejercer dominio

En Génesis 1:28 Dios le instruye a la humanidad a que ejerza dominio sobre la tierra: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”. Dios quiere que, por medio de la mayordomía del hombre, Su gloria llene la tierra.

De ahí que los cristianos debemos buscar ser excelentes en lo que hacemos y aportar en la rama que Dios nos ha llamado a trabajar. Cuando somos creativos, reflejamos la imagen de un Dios creativo; cuando traemos orden, reflejamos la imagen de un Dios de orden. Por esa razón, un creyente puede cumplir el mandato de Dios en Génesis 1:28 al dedicarse a la ingeniería, la educación, los deportes, etcétera.

Nuestros dones y la mentira del mundo moderno

Ahora bien, Dios da dones a cada uno de nosotros; habilidades naturales que nos ayudan a desarrollarnos y que nos guían en la búsqueda de una vocación particular con el fin de glorificar a Dios (Gén. 4:2-22; Éx. 31:1-5; Ef. 4:11-13).

En el mundo moderno se nos vende la mentira de que podemos lograr lo que nos propongamos. Es cierto que trabajando arduamente se pueden lograr muchas cosas. Pero también es cierto que no todos tenemos las habilidades que quisiéramos tener. Por más que te guste el básquetbol, si eres bajo de estatura y un tanto lento, sería mejor que no trates de ser el nuevo Michael Jordan. Tenemos que ser realistas.

Por otro lado, el mundo nos bombardea con el mensaje de que la realización y satisfacción la vamos a encontrar alcanzando más y más metas profesionales. Es bueno que los creyentes alcancen buenos puestos y lugares de influencia. Pero también tenemos que evaluar el costo de llegar ahí. Aunque queramos dar lo mejor de nosotros para la gloria de Dios, debemos reconocer nuestras limitaciones y entender que hay cosas que Dios nos prohibe sacrificar para alcanzar el éxito.

Buena mayordomía

Aquí entra en juego el principio de buena mayordomía. Todos tenemos dones y recursos limitados, en especial el recurso del tiempo. Dios nos llama a ser buenos administradores. Por eso, al proponernos metas, necesitamos recordar lo que Dios nos dice que es prioritario e innegociable.

Al momento, puedo correr una maratón en 3:35 horas. Me encantaría bajar mi tiempo a 3:20, pero para eso tendría que dedicar demasiado tiempo (alrededor de 20 horas semanales) y hacer muchos sacrificios, y aún así no hay garantía de que lo vaya a lograr. Por más noble que sea esa meta, la verdad es que no es realista. Lo cierto es que no podría siquiera intentar alcanzarla sin descuidar mis llamados principales a crecer en mi relación con Dios, ser esposo, ser padre, y ser pastor. El tiempo que le dedicaría a entrenar sería el tiempo que le quitaría a las vocaciones que Dios ya me ha dado.

Si entrenar para algún deporte está impidiendo que te congregues con tu iglesia local, no estás siendo un buen mayordomo. Si para mantener cierto promedio académico en la escuela o la universidad no estás involucrándote en el discipulado de la iglesia, no estás siendo fiel a tu llamado principal. (Recuerda que este es un principio general. Si tu iglesia tiene actividades todos los días y te obliga a participar, es tu iglesia la que no está ejerciendo una buena mayordomía). Si estás abandonando a tu familia para lograr tus metas empresariales, a los ojos de Dios no estás siendo exitoso.

Si esto es cierto para nosotros, también es cierto para la manera en que criamos a nuestros hijos. No debemos descuidar los llamados claros que Dios les ha dado para cumplir nuestras ambiciones por medio de ellos.

Definición errónea del éxito

Cuando no somos buenos mayordomos, el problema de fondo es que hemos definido el éxito de la forma que el mundo lo define. Eso es lo que nos lleva a vivir a y a tomar decisiones como si importara ganar el mundo aunque perdamos nuestra alma; como si importara la educación nuestra o de nuestros hijos aunque no la pongamos en servicio de Dios y del prójimo; como si el ego nuestro o de nuestros hijos fuera una buena motivación para buscar el éxito en los deportes, en los negocios, etcétera.

El apóstol Pablo nos da la definición bíblica del éxito en Filipenses 1:12-13:

“Quiero que sepan, hermanos, que las circunstancias en que me he visto, han redundado en un mayor progreso del evangelio, de tal manera que mis prisiones por la causa de Cristo se han hecho notorias en toda la guardia pretoriana y a todos los demás”.

Y más adelante en 3:7-8:

“Pero todo lo que para mí era ganancia, lo he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y aún más, yo estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo he perdido todo, y lo considero como basura a fin de ganar a Cristo”.

Para Pablo, el éxito era la fidelidad a su llamado. Pablo puso sus dones en servicio de Dios para la expansión del evangelio, confiando en que Dios determinaría cuán exitoso sería.

Confiando en la soberanía de Dios

Muchas veces los cristianos hoy somos calvinistas en teología pero no en práctica. Si en realidad creemos en la soberanía de Dios, Él hará que alcancemos nuestro potencial sin sacrificar lo que es más importante. Si Dios desea que tu hijo sea atleta profesional, Él lo hará sin que tu hijo falte a la iglesia. Si Dios desea que tú obtengas ese ascenso, Él lo hará sin que tengas que trabajar todas las noches.

La búsqueda éxito en el trabajo, en los deportes, o en los pasatiempos siempre tiene que estar en segundo plano en relación a nuestra búsqueda de Dios. Si la búsqueda de Dios no es lo primero, las demás cosas que busquemos serán ídolos que nos harán esclavos. Debemos ser fieles y trabajar con pasión, dando el máximo; pero no debemos no transar lo principal para lograr el éxito terrenal. A fin de cuentas, nuestra identidad no está atada el éxito; está atada al evangelio y a la nueva identidad que Cristo compró para ti y para mí por medio de su sangre (Gá. 2:2). 


Imagen: Lightstock.
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