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La mayoría de nosotros hemos crecido escuchando el nombre de Jesús. Listo: qué bueno. El asunto es, ¿quién es realmente este Jesús?

Algunos lo conocen como uno de los sabios de antaño, quien predicaba el amor y la bondad para toda la humanidad. Otros lo tienen como un simple personaje más en la historia, que sacudiría su cabeza en incredulidad al ver lo que sus seguidores han hecho en su nombre. Algunos más niegan completamente su existencia, asegurando que es un simple invento para manipular a las masas.

Pero la evidencia está ahí. Jesús existió, y no solo eso: su predicación hace imposible que puedas simplemente ignorarlo.

Las hermanas afligidas

La frase “qué haría Jesús” causa un cierto desconcierto en mí. Me parece mejor preguntarnos “qué hizo Jesús”. Imaginarnos qué haría sería meternos en un aprieto. El Señor siempre sorprendía.

Así como cuando llegó “tarde” a encontrar a Lázaro y a sus hermanas. El amigo de Jesús, muerto. María y Marta, desconsoladas. El reclamo de ambas: “si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto”.

Aunque las palabras de ellas fueron las mismas, la respuesta que Jesús dio a cada una fue completamente diferente. A Marta la hizo volver rápidamente a la realidad diciendo “Yo soy la resurrección y la vida”. Jesús se mostró indudablemente como Dios, asegurando que Lázaro resucitaría.

Con María la cosa fue muy distinta, un contraste desconcertante. El Mesías lloró. Jesús se dolió por la muerte de su amigo, aunque sabía que estaba a punto de resucitar. Jesús se mostró indudablemente como hombre, consolando con espíritu estremecido y conmovido (Juan 11:33).

Ese es nuestro Señor: 100% Dios, 100% hombre. Incomprensible e incomparable.  Siempre justo lo que necesitamos. El único que puede rescatarnos.

La fiesta nupcial

¿Rescatarnos de qué? De nuestra maldad. Porque, como dice Keller, “la maldad acecha en el corazón de todos los seres humanos ordinarios”.

Una de las cosas más peligrosas es ser ciegos a nuestro propio pecado y a la profundidad de la maldad que habita en nuestros corazones. Miramos a los lados y decimos, “bueno, por lo menos no estoy tan mal como aquel”.

Cuando Dios abre nuestros corazones a la belleza de su santidad y a la suciedad de nuestro pecado, todo cambia. Descubrimos nuestra enorme necesidad de un salvador. Nos dolemos cuando caemos una vez más. Pero también nos gozamos esperando en Su promesa.

¡Él traerá gozo eterno! Seremos limpios para siempre y le adoraremos por la eternidad.

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