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Una de las preguntas teológicas más comunes que me hacen como pastor y profesor es algo así: ¿Ama Dios a todo el mundo de la misma forma? En otras palabras: ¿Amaba a Nerón en el mismo grado que ama a Billy Graham? ¿Ama a aquellos que le rechazan de igual manera que ama a sus hijos redimidos? ¿Odia Dios el pecado, pero ama al pecador?

Con demasiada frecuencia he escuchado dar respuestas simplistas a esta pregunta compleja. Históricamente, un campo teológico ha contestado con un sí sin calificativos, mientras que otro ofrece un no, igualmente sin calificar. Sin embargo, la verdad suele estar en los detalles. ¿Cuál es el significado de “mundo”? ¿Se deben leer todos los versículos a través de la lente de Juan 3:16?

La respuesta más cuidadosa, matizada y robustamente bíblica que he visto aparece en el libro de Don Carson, La difícil doctrina del amor de Dios (The Difficult Doctrine of the Love of God, Crossway, 2000). Carson identifica cinco formas distintas en que las Escrituras hablan del amor de Dios. 

1. El amor intratrinitario entre el Padre y el Hijo.

El amor intratrinitario no solo destaca el monoteísmo cristiano entre todos los demás, sino que está sorprendentemente ligado a la revelación y redención. El Evangelio de Juan es especialmente rico en este tema (por ejemplo, Jn. 3:35 y Jn. 5:20). Este amor intratrinitario se expresa en una relación de perfección entre el Padre y el Hijo que no está manchada por el pecado en ninguna de sus partes. Pero por mucho que este amor en la Trinidad sirva como modelo del amor que ha de verse entre Jesús y sus seguidores, no hay un sentido en el que el amor del Padre redima al Hijo, o en el que el amor del Hijo se exprese en una relación de perdón que se conceda y se reciba.

A pesar de lo preciosa que es esta expresión del amor de Dios, enfocarse en ella exclusivamente no toma en cuenta el cómo Dios se manifiesta hacia los rebeldes portadores de su imagen, pues lo hace en ira, en amor, y en la cruz. 

2. El amor providencial de Dios sobre su creación.

Aunque la Biblia en gran medida se abstiene de usar la palabra “amor” en este sentido, el tema no es difícil de encontrar. Dios crea todo, y antes de que exista rastro de pecado, pronuncia que todo lo que ha hecho es “bueno” (Gen. 1). Esto es el producto de un amoroso creador. Jesús representa un mundo en el que Dios viste la hierba del campo con la gloria de las flores silvestres, que quizá ningún ser humano ha visto, pero que sí son vistas por Dios.

El león ruge y caza su presa, pero Dios lo alimenta. Las aves del cielo encuentran su alimento, y ni un pajarillo cae sin que el todopoderoso lo apruebe (Mat. 6). Si esta no es una providencia benevolente, si no es una providencia amorosa, la lección moral que Jesús expone (es decir, que se puede confiar en que Dios proveerá para su pueblo) sería incoherente.

3. La posición redentora de Dios hacia su mundo caído.

De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo (Jn. 3:16). Algunos intentan decir que la palabra kosmos (“mundo”) en este texto se refiera a los elegidos, pero eso no es convincente. Todas las evidencias acerca del uso de esa palabra en el Evangelio de Juan van en contra de sugerir algo así. La palabra “mundo” en Juan se refiere más a la maldad que a la grandeza. Principalmente se refiere al orden moral que está en rebelión voluntaria y culpable contra Dios. En Juan 3:16, el amor emisario de Dios ha de ser admirado, no porque se extienda a algo tan grande como el mundo, sino a algo tan malo; no a tanta gente, sino a gente tan malvada.

Sin embargo, Juan habla en otro lugar del “mundo entero” (1 Jn. 2:2), uniendo la extensión y la maldad. Y lo que es más importante, los discípulos mismos una vez pertenecieron al mundo pero fueron sacados de él (por ejemplo, Jn. 15:19). El amor de Dios por el mundo no puede resumirse en el amor por sus elegidos.

4. El amor de Dios particular, efectivo, y selectivo hacia su pueblo elegido.

Los elegidos pueden ser la nación entera de Israel, o la Iglesia como cuerpo o individuos. En cada caso, Dios pone su afecto sobre los elegidos de una manera en que no lo hace sobre otros.

Lo sorprendente de pasajes como Deuteronomio 7:7-8 es que, cuando Israel se contrasta con otras naciones, la característica distintiva no tiene nada que ver con mérito personal o nacional; no es más que el amor de Dios. El amor de Dios se dirige hacia Israel de una forma que no lo hace hacia otras naciones.

La cuarta manera de hablar del amor de Dios es diferente a las tres anteriores. Y esta característica “discriminante” del amor de Dios se muestra con frecuencia. “Yo amé a Jacob, y aborrecí a Esaú”, declara Dios (Mal. 1:2-3).

Podemos conceder todo el margen que queramos a la naturaleza semítica de este contraste, observando que la forma absoluta puede ser una manera de articular una preferencia, y aun así, el amor de Dios en pasajes como este se dirige de forma peculiar a los elegidos.

Del mismo modo, en el Nuevo Testamento leemos que Cristo “amó a la iglesia” (Ef. 5:25). El Nuevo Testamento nos dice repetidamente que el amor de Dios está dirigido hacia aquellos que constituyen la Iglesia.

5.  El amor de Dios por su pueblo, condicionado por la obediencia.

La obediencia es parte de la estructura relacional de conocer a Dios. No tiene que ver con cómo llegamos a conocerle, sino con nuestra relación con Él después de que le conocemos. Judas exhorta a sus lectores, “Consérvense en el amor de Dios” (Jud. 21), dejando la inconfundible impresión de que alguien podría no mantenerse en el amor de Dios.

El Señor Jesús ordena a sus discípulos a que permanezcan en su amor (Jn. 15:9), añadiendo: “Si guardan Mis mandamientos, permanecerán en Mi amor, así como Yo he guardado los mandamientos de Mi Padre y permanezco en Su amor” (Jn. 15:10).

“Trazando una analogía débil”, escribe Carson, “hay un sentido en el cual mi amor por mis hijos es inmutable, independientemente de lo que hagan. Pero hay otro sentido en el que ellos saben lo suficientemente bien que deben permanecer en mi amor. Si mis adolescentes rompen el toque de queda sin razón, lo menos que experimentarán es una reprimenda, y puede que se les sujete a restricciones. No sirve de nada recordarles que lo hago porque los amo. Eso es cierto, pero la manifestación de mi amor por ellos cuando les impido salir y cuando les llevo a comer, asisto a uno de sus conciertos, o llevo a mi hijo a pescar o a mi hija de excursión, tiene dos sentidos diferentes. En este último caso se siente mucho más como permanecer en mi amor que como caer bajo mi ira”.

Tres advertencias vitales

Carson ofrece tres advertencias pastorales acerca de cómo nos acercamos al amor de Dios:

  • Debemos evitar mostrar de forma absoluta una de las expresiones bíblicas del amor de Dios. Poner un énfasis exclusivo en el amor de elección de Dios puede llevar a un frío hipercalvinismo. Si el amor providencial de Dios por su creación es el que recibe énfasis único, el resultado será el panteísmo u otra forma de monismo. 
  • No debemos seccionar estas maneras de articular el amor de Dios. No debemos ver a Dios como alguien que mecánicamente va cambiando entre los distintos aspectos de su amor. Él siempre es amoroso hacia sus elegidos y hacia su creación. 
  • Debemos poner los gastados clichés evangélicos en la balanza de las Escrituras. La doctrina completa del amor de Dios en las Escrituras arroja la luz necesaria sobre aforismos tales como, “Dios ama a todos de la misma manera”, o “Dios nos ama incondicionalmente”. Carson indica que, en muchos lugares, las Escrituras nos muestran el amor de Dios como condicionado por la obediencia. Por otra parte, el amor de Dios por su pueblo es incondicional (gracias a la obra de Cristo). 

“Necesitamos todo lo que las Escrituras dicen sobre este tema”, escribe Carson, “o las ramificaciones pastorales y doctrinales serán desastrosas”.

Motivo de gozo

El amor de Dios por los pecadores siempre debe sorprendernos y hacernos humildes. Nunca debe reducirse a un asunto meramente académico. Con razón el salmista se preguntó: “¿Qué es el hombre para que Te acuerdes de él, y el hijo del hombre para que lo cuides?” (Sal. 8:4).

Dios ama a su pueblo, a su creación, y a su universo caído, y esa verdad insondable ha de llevarnos a adorarle fervientemente, clamando con el gran apóstol: “Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén” (Rom. 11:36).  


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Manuel Bento. 
Imagen: Lightstock
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