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Salmos 18 – 22 y Juan 3 – 4

Invoco al Señor, que es digno de ser alabado,
Y soy salvo de mis enemigos.
(Salmos 18:3)

La famosa sociedad Sotheby’s subastó hace algunos años atrás el primer borrador conocido de la obertura de la Novena Sinfonía de Beethoven. El manuscrito, una partitura rectangular escrita por las dos caras, tiene un valor cultural incalculable. La famosa sinfonía fue escrita por el gran músico alemán en 1823, aunque estas primeras páginas fueron escritas a petición de la Sociedad Real Filarmónica de Londres en 1818.

La Novena Sinfonía fue estrenada en 1824 por el propio Beethoven cuando ya estaba completamente sordo. Debido a su grandiosidad, esta obra ha sido tomada como estandarte emocional en muchos momentos de la historia reciente: Durante la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, representaba para los franceses los principios patrióticos. Al mismo tiempo, en el lado alemán era para ellos el estandarte de la superioridad aria. Para los norteamericanos, representó la democracia y para los soviéticos la revolución. Durante la caída del Muro de Berlín, esa sinfonía era la música de fondo.

Los dos aspectos que forman parte de esta obra, el poema de Schiller y la música de Beethoven, están separados en el tiempo por un periodo de transición muy importante entre el siglo XVIII y el XIX, que es la Revolución Francesa. La Novena se sitúa en un período de profundos cambios que dieron lugar al nacimiento de la sociedad moderna. Sin embargo, esta gran obra no puede situarse en ningún período o pueblo en particular porque le pertenece la humanidad entera.

Lamentablemente, ya no encontramos mucha música inspiradora en nuestros días. Sin embargo, la música sigue siendo una de las mayores expresiones del sentimiento del alma. No hay duda que la música sigue llenando el aire con sus melodías en el mundo entero, pero se ha convertido principalmente en una expresión individual y, a veces, hasta sumamente sensual, antes que en un instrumento inspirador para una sociedad o una cultura.

Esto lo podemos notar aún en mucha de la música cristiana de nuestros días. Algunas letras son tan “humanas” que el oyente no podría diferenciar si se está adorando a Dios o al ser querido. Pero también hay expresiones de alabanza y adoración cristiana siguen buscando llamar la atención en la grandeza de un Dios Hermoso, Soberano y Santo a quien adoramos con todo el corazón y, a través de esa grandeza, somos inspirados a vivir conforme a la nobleza del Dios que nos acoge.

Justamente, la expresión más tradicional de alabanza a Dios se encuentra en los himnos. Hace poco leía que uno de los himnos más conocidos en el mundo entero es “Sublime Gracia”. Este himno canta de la conversión y la gratitud de un hombre, John Newton, quien desgarrado por su vida miserable, reconoce únicamente al Señor y su misericordia como la fuente de su vida transformada.

Ahora, ¿por qué adoramos? ¿Cómo entendemos la alabanza? Responder a estas preguntas no es nada fácil, porque si nos juntamos tres personas para hablar del tema tendremos por lo menos cinco opiniones distintas. Martín Lutero decía: “Tener un Dios es adorar a un Dios” y El Catecismo de Westminster dice: “El propósito principal, o la meta principal del ser humano, es conocer a Dios y gozar de Él para siempre”. La alabanza y la adoración no son actos religiosos ritualistas, sino la expresión dinámica, entendida, y única de un individuo o una comunidad que han tenido un verdadero encuentro con Dios.

Nunca surgirían aplausos en un auditorio vacío, ya que solo cuando el artista aparece y muestra sus dotes es ovacionado. Un Dios presente que se ha dado a conocer produce verdadera adoración en el corazón de los suyos. No puede haber júbilo mientras Él no aparezca en su trono delante de nuestros ojos. Solo cuando Dios nos ha manifestado su gracia y su presencia, entonces un corazón transformado se desboca en adoración. Nunca antes. Adorar es la respuesta del ser humano a la revelación que Dios ha hecho de sí mismo.

Pero todo lo anterior no es solo una expresión religiosa en un servicio eclesiástico y en un edificio dedicado a honrar al Señor. Es mucho más que eso. Me estoy refiriendo a adorar un Dios personal que se manifiesta personalmente en todos los momentos y áreas de nuestras vidas, tal como lo expresa David en sus alabanzas: “‘Yo Te amo, Señor, fortaleza mía’. El Señor es mi roca, mi baluarte y mi libertador; Mi Dios, mi roca en quien me refugio; Mi escudo y el poder de mi salvación, mi altura inexpugnable” (Salmos 18:1-2). ¿Notan el carácter personal de la adoración de David? La alabanza del corazón no se puede escribir por encargo, no puede cantarse solo por lo delicado y sentimental de su música. La adoración es siempre personal, es invariablemente el resultado de una relación personal con el Señor y del conocimiento experiencial que ahora tenemos de Él.

La adoración es la manifestación sublime y acabada de nuestro conocimiento de Dios. No estoy hablando solo de sensibilidad hacia Dios, sino de verdadero conocimiento. La alabanza verdadera no surge de lo que suponemos de Dios, sino de lo que Él verdaderamente es. Así lo describe David: “En cuanto a Dios, Su camino es perfecto; Acrisolada es la palabra del Señor; El es escudo a todos los que a El se acogen. Pues, ¿quién es Dios, fuera del Señor? ¿Y quién es roca, sino sólo nuestro Dios…?” (Salmos 18:30-31). Un conocimiento claro y distintivo del Dios de los cristianos hará que la adoración sea aún más precisa y menos teórica.

No hay nada más evidente que un fanático comprometido con su artista favorito. No solo disfrutará un concierto, sino que manifestará su placer con todo su cuerpo y energías. Escuchará su música en la casa, comprará todo lo relacionado con él, y manifestará su afiliación con orgullo. Si esto es así con la maestría de otro ser humano, imaginen cómo viven los que adoran al Dios y Salvador, el Creador del Cielo y la Tierra y el Señor de sus vidas. Nuestras vidas, entonces, giran alrededor del Dios que adoramos porque nos deleitamos en Él con todo lo que somos.

Tengo que tener cuidado porque mi ejemplo podría caer en los simplismos grotescos de una chillona adolescente que llora frente al escenario, por lo que quisiera aclarar que un verdadero adorador entiende la adoración como un todo que involucra todo su ser y sus circunstancias, y no como un mero enajenamiento temporal. David entiende este compromiso de adoración plena de la siguiente manera: “Ahora sé que el SEÑOR salva a su ungido; le responderá desde su santo cielo, con la potencia salvadora de su diestra. Algunos confían en carros, y otros en caballos; mas nosotros en el nombre del SEÑOR nuestro Dios confiaremos. Ellos se doblegaron y cayeron; pero nosotros nos hemos levantado y nos mantenemos en pie” (Salmos 20:6-8). Como podrán notar, la adoración de David está vinculada a la obra de Dios sobre su vida y sobre todos sus dilemas.

Los aplausos nunca son producto de un solo aficionado. Los verdaderos aplausos son la suma de muchas personas puestas de acuerdo en el reconocimiento público del artífice. Los aplausos de una sola persona serían embarazosos y solo darían cuenta de la poca calidad del artista. Adorar es la expresión grupal del Pueblo de Dios que reconoce y tributa alabanza pública a un Dios con el cual se encuentran todos comprometidos y al que conocen de la misma manera y del que han disfrutado sus beneficios.

Definitivamente, adorar es más que tradición y folklore. Adorar no solo es cantar, aunque la música es el arte que está más cerca de las fuentes de devoción al ser el lenguaje del alma. Adorar es un estado continuo de la mente y del espíritu a medida que confrontamos la revelación de Dios en su Palabra y en la experiencia. Es diálogo y maravilla al mismo tiempo. Inquirimos y somos sorprendidos. Por eso, la adoración es el resultado del encuentro íntimo con Dios. Es diálogo no monólogo. No se puede adorar sin reflexión personal y sin escuchar y vivir al mismo Señor.

Por eso, adorar no solo es repetir palabras; es comprometernos de manera integral con lo que decimos. Es el encuentro entre el Creador y sus criaturas en perfecta comunión. Es reconocer lo que sabemos y hemos vivido y lo que, en esperanza y fe, seguiremos conociendo y experimentando de Él en nuestras vidas. Esta actitud funcional en la adoración es entendida por David de esta manera: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?… Sin embargo, Tú eres santo. Que habitas entre las alabanzas de Israel. En Ti confiaron nuestros padres; Confiaron, y Tú los libraste. A Ti clamaron, y fueron librados; En Ti confiaron, y no fueron decepcionados” (Salmos 22:1a,3-5). Adorar es reconocer al Dios que obró y creemos que seguirá obrando en nuestras vidas. Puedo sentirme abandonado como David, pero sigo adorando porque sigo reconociendo que mi Señor no me dejará ni me desamparará.

Los aplausos y las aclamaciones siempre serán voluntarios. Nunca ningún artista ha podido lograr sacar aprobación por la fuerza o por pura compasión. Así también, adorar es la respuesta del espíritu humano al Espíritu de Dios que mora en nuestro corazón. Más que liturgia o estilo, es libertad y comunión. Adorar es despertar la conciencia por la santidad de Dios, alimentar la mente con la verdad de Dios, purificar la imaginación con la hermosura de Dios, abrir el corazón al amor de Dios, y dedicar la voluntad al propósito de Dios.

Ya Jesucristo se lo dijo con absoluta claridad a la mujer de Samaria que trató de hacerle creer que existían variables en la adoración: “Dios es espíritu, y los que Lo adoran deben adorar en espíritu y en verdad” (Juan 4:24).


Imagen: Lightstock.
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