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1 Reyes 9 – 11   y    1 Pedro 3 – 4

El rey hizo además, un gran trono de marfil y lo revistió de oro finísimo. Había seis gradas hasta el trono, y por detrás, la parte superior del trono era redonda, con brazos a cada lado del asiento y dos leones de pie junto a los brazos. Doce leones estaban de pie allí en las seis gradas a uno y otro lado; nada semejante se había hecho para ningún otro reino.

(1 Reyes 10:18-20)

Hace unos años tuve la oportunidad de poder entrar al Kremlin y visitar el Museo de Armas que guarda los tesoros de los zares de la antigüedad. La majestuosidad de las vestimentas, lo fino de las joyas, los enseres, y el lugar mismo nos dejaron sin aliento. Para muestra basta un botón: Uno de los tesoros más valiosos es la corona conocida con el nombre de “Gorro de Monómaco”. La corona se hizo con ocho láminas de oro, adornadas con finísimas obra de encaje de oro, en las junturas figura la imagen estilizada de la flor de loto, y tiene, además, una copa con cruz, perlas y piedras preciosas y un forro de piel de marta cebellina. Una primorosa obra de arte que da cuenta de la majestuosidad de una época y de la gloria de algunos hombres y mujeres privilegiados.

Los poderosos siempre han querido hacer evidente su poder y dominio sobre los demás. Las coronas, los tronos, las vestiduras regias y el despliegue de joyas y ornamentos delicados, le dice a las multitudes que ellos son diferentes, que gozan de privilegios y que a los simples mortales les toca sujetarse a ellos y mirarlos con respeto y hasta secreta envidia. De allí que podríamos decir que vivían una opípara existencia porque gozaban de todo y en abundancia.

Mostrar la esplendidez en nuestro tiempo no queda restringida solo a los nobles, sino también a los ricos y famosos. Cientos de revistas, programas de televisión, páginas de internet y millones de seguidores en las redes sociales nos permiten atisbar el sobre-abundante estilo de vida con el que los nuevos privilegiados pueden vivir. Rockefeller decía que solo un millón de dólares más lo haría enteramente feliz, y yo me pregunto: ¿Cuánto necesitamos para ser felices?

Salomón estaba viviendo con la suntuosidad propia de un monarca poderoso. La reina de Sabá quedó sorprendida no solo por su sabiduría, sino también por la majestuosidad de su reino: “Cuando la reina de Sabá vio toda la sabiduría de Salomón, la casa que él había edificado, los manjares de su mesa, las habitaciones de sus siervos, el porte de sus ministros y sus vestiduras, sus coperos, y la escalinata por la cual él subía a la casa del Señor, se quedó sin aliento” (1 Re. 10:4-5).

Salomón estaba cosechando lo que con tanto sacrificio y luchas había sembrado su padre, y también con su enorme sabiduría había hecho fructificar su reino y había diversificado su cartera de inversiones. Tenía barcos, bosques, propiedades, joint venture con otros reyes, grandes inversiones en el extranjero, negocios de importación y exportación, funcionarios y supervisores, profesionales expertos en diferentes materias, un ejército con lo último de la tecnología; en fin, un verdadero potentado,

Así el rey Salomón llegó a ser más grande que todos los reyes de la tierra en riqueza y sabiduría. Y toda la tierra procuraba ver a Salomón, para oír la sabiduría que Dios había puesto en su corazón. Cada uno de ellos traía su presente: objetos de plata y objetos de oro, vestidos, armas, especias, caballos y mulos; y así año tras año” (1 Re. 10:23-25).

Sin embargo, junto con el poder y las riquezas también surgieron los enemigos: Hadad edomita, Rezón hijo de Eliada y Jeroboam hijo de Nabat eran poderosos contrincantes que le quitaban la paz y la tranquilidad al rey de Israel. Pero su mayor enemigo era él mismo. El problema más importante que debía enfrentar era el daño que sus propias riquezas estaban haciendo en su propio corazón. La vida suntuosa le hizo perder a Salomón las proporciones de la vida, y después de años de vida opípara y de los halagos de propios y extraños, su corazón empezó a enturbiarse. Ya Moisés había sido claro al respecto:

Ciertamente pondrás sobre ti al rey que el Señor tu Dios escojael rey no tendrá muchos caballos, ni hará que el pueblo vuelva a Egipto para tener muchos caballos, pues el Señor te ha dicho: ‘Jamás volverán ustedes por ese camino.’ Tampoco tendrá muchas mujeres, no sea que su corazón se desvíe; ni tendrá grandes cantidades de plata y oro” (Dt. 17:15a,16-17).

¿Qué hizo Salomón?

Los caballos de Salomón eran importados de Egipto y de Coa, y los mercaderes del rey los adquirían de Coa por cierto precioPero el rey Salomón, además de la hija de Faraón, amó a muchas mujeres extranjeras, Moabitas, Amonitas, Edomitas, Sidonias e Hititas, de las naciones acerca de las cuales el Señor había dicho a los Israelitas: “No se unirán a ellas, ni ellas se unirán a ustedes, porque ciertamente desviarán su corazón tras sus dioses.” Pero Salomón se apegó a ellas con amor.” (1 Re. 10:28;11:1-2).

Las riquezas y el poder le hicieron creer a Salomón que era inmune a su propio deterioro personal, y no fue lo suficientemente sabio para darse cuenta que “Las peores dificultades del hombre empiezan cuando es capaz de hacer lo que le viene en gana”.

Nos cuesta creer que la abundancia puede ser un elemento corrosivo en el alma. Toda la inteligencia del gran rey de Israel no sirvió para vencer los perniciosos efectos de una vida debilitada por el oropel, la pompa y el auto-engreimiento. En tiempos en que todos soñamos con la súper prosperidad al más corto plazo y con el mínimo esfuerzo, hagamos un ejercicio de atrevimiento y preguntémonos nuevamente: ¿Cuánto necesitamos para ser felices? Si somos sinceros, descubriremos que la felicidad no dependerá mucho del oro, sino de otros valores que brillan menos pero que duran más y son más seguros.

El apóstol Pedro encontró la fórmula de la verdadera felicidad. No es un procedimiento económico y menos la ley de probabilidades para ganarse con soltura el premio mayor de la lotería. Tiene más que ver con una vida rica en relaciones provechosas y que está coronada por una potente comunión con Dios. Esta es la receta:

 “En conclusión, sean todos de un mismo sentir (tengan todos armonía), compasivos, fraternales, misericordiosos, y de espíritu humilde; no devolviendo mal por mal, o insulto por insulto, sino más bien bendiciendo, porque fueron llamados con el propósito de heredar bendición. Porque,

‘El que desea la vida, amar y ver dias buenos,
refrene su lengua del mal y sus labios no hablen engaño.
Apartese del mal y haga el bien;
busque la paz y sigala.
Porque los ojos del Señor estan sobre los justos,
y Sus oidos atentos a sus oraciones;
pero el rostro del Señor esta contra los que hacen el mal’ 
” (1 Pe. 3:8-12).

No hay punto de comparación entre la riqueza de un corazón grande con la de un bolsillo grande. Si tengo el primero, puedo alcanzar el segundo. Si pierdo el segundo (o nunca lo tuve) seguiré siendo grande.

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