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Números 3 – 4    y    Hechos 5 – 7

“Todos los enumerados de los levitas a quienes Moisés y Aarón y los jefes de Israel contaron, por sus familias y por sus casas paternas, de treinta años en adelante hasta los cincuenta, todo el que podía enlistarse para servir y hacer el trabajo de transportar la tienda de reunión, fueron ocho mil quinientos ochenta. Fueron contados conforme al mandamiento del SEÑOR dado por medio de Moisés, cada uno según su ministerio o según su cargo; y éstos fueron los enumerados, tal como el SEÑOR había ordenado a Moisés”, Números 4:46-49.

 

En tiempos en que los master, licenciados y doctores pueblan nuestro firmamento intelectual, parece que hemos olvidado a la gente de oficio. Más que una preparación profesional o académica, los maestros de oficio obtenían su destreza en medio de la práctica misma, siendo discipulados por un maestro mayor dotado con suficiente experiencia en la realización cotidiana de su labor. En antiguos formularios uno podía encontrar la frase inquisitiva: “¿ocupación ú oficio?”, que ahora ha sido cambiada por “¿profesión ú ocupación?”. La palabra “oficio” se ha perdido en el tiempo y ha quedado debajo de toneladas de libros, universidades, grados académicos, desarrollo tecnológico y robótica.

Sin embargo, quisiera reivindicar el término “oficio” pero desde el punto de vista espiritual.  Durante siglos de siglos los “profesionales” de la religión han traído solo penurias, desencantos y frustración a la iglesia cristiana. Una visión academicista del cristianismo ha encerrado en dogmas, reglamentarismos y en libros teológicos lo que debería ser la suma de la libertad y la vida que solo Jesucristo puede proporcionar.

Cuando el Señor diseñó el servicio del Tabernáculo lo hizo con familias enteras que desarrollarían de “oficio” el servicio del culto a Jehová. Los levitas (los descendientes de Leví, hijo de Jacob), fueron tomados en reemplazo de los primogénitos de Israel y fueron dedicados al Señor para cumplir sus tareas en el Tabernáculo del desierto: “Mira, yo he tomado a los levitas de entre los hijos de Israel en lugar de todos los primogénitos, los que abren el seno materno de entre los hijos de Israel. Los levitas, pues, serán míos”, Números 3:12.

La forma en que fueron convocados nos es fundamental para reconocer que el “oficio” del cristiano no nace en las aulas de un seminario o una universidad, sino en el llamado soberano de Dios a su pueblo para servirle con integridad y plenitud de corazón. Por otro lado, el “oficio” del cristiano involucra a toda la familia, ya que en ella se debe aprender y amar lo que el Señor les llama a hacer y continuar la obra a través de sus descendientes. Por eso, el “oficio” cristiano se aprende en casa, en la vida diaria y en lo cotidiano. Es el padre el que debe enseñar a sus hijos el carácter de Dios, a amar al prójimo, a valorar los principios  escriturales, mostrándoles con su propio ejemplo (como buen maestro de oficio) a ser hombres y mujeres de virtud.

Lamentablemente, muchos padres con los que converso no piensan así. Ellos tienen una sincera preocupación por poner a sus hijos en colegios “religiosos” o en programas “eclesiásticos” para que en ellos aprendan el “oficio” cristiano. Los colegios confesionales y los grupos religiosos pueden ser muy buenos pero no pueden suplir la herencia de fe y vitalidad que solo en la casa y bajo el cuidado espiritual los padres pueden entregar. Aún más, en una sociedad desmembrada como la nuestra debemos tener suficiente criterio como para adoptar hijos de Dios que andan en búsqueda de una familia que les pueda enseñar el “oficio”.

En el Nuevo Testamento tenemos el poderoso testimonio del diácono Esteban. Él fue elegido para un humildísimo servicio: atender las necesidades de los desvalidos y las viudas. Sin embargo, Esteban no era un hombre cualquiera. Aunque su nombre aparece de repente, deja una profunda huella como el primer mártir de la naciente iglesia cristiana y un ejemplo de honestidad, valentía y transparencia. Lamentablemente, en nuestros tiempos al revés, seguramente que no podríamos ni siquiera encontrarle un trabajo al mismísimo Esteban. ¿Por qué? Porque al llenar su currículum los sabios de nuestro tiempo levantarían las cejas con lo siguiente:

Grado académico: Ninguno

Profesión ú ocupación: Mozo, servidor de viudas y desvalidos.

Antecedentes: Ninguno. No era uno de los doce. No se sabe nada de su conversión ni de sus antecedentes familiares o sociales.

Pero lo que Esteban sí reunía era las características de un verdadero hombre de “oficio”. Los que lo rodeaban y convivían cotidianamente con él supieron encontrarle un carácter probo, una profunda relación con Dios y una destacada sabiduría. Pero esta sabiduría no descansaba solo en el conocimiento de diversos tópicos. De nada le sirve a un maestro saber las cosas sino tiene destreza para trasladarlas a la realidad. La sabiduría bíblica es entendida como la orientación  de la vida práctica en consonancia con la fe aplicada en cada una de las situaciones de nuestro diario vivir. Esteban vivía la fe y esto lo hacía un hombre sabio. Aún los académicos y los profesionales de la religión no podían desafiarle: “Pero se levantaron algunos de la sinagoga llamada de los Libertos, incluyendo tanto cireneos como alejandrinos, y algunos de Cilicia y de Asia, y discutían con Esteban. Pero no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba”, Hechos 6:9-10.

Verdaderos doctores, licenciados y masters de su tiempo intentaron vencer al humilde y sin títulos maestro de oficio cristiano… y no pudieron. Tuvieron finalmente que aplicar malas artes para derrotarle: sobornaron a hombres para que testificaran contra él, levantaron al pueblo en su contra y realizaron contra él un falso juicio. Pero, cuando estaban todos reunidos en el espurio tribunal, “Y al fijar la mirada en él, todos los que estaban sentados en el concilio vieron su rostro como el rostro de un ángel”, Hechos 6:15. Ningún título, ni ningún grado académico pueden proveer un corazón tan limpio que ilumine el rostro. Solo una vida consagrada y santa pudo proporcionarle a Esteban la fe y la actitud de paz ante la tremenda prueba que estaba enfrentando. En los momentos finales, cuando el odio se apoderaba del auditorio que no veía flaquear al futuro mártir, allí fue cuando Esteban llegó a ser socorrido por el Maestro por excelencia: “Al oír esto, se sintieron profundamente ofendidos, y crujían los dientes contra él. Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, fijos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios”, Hechos 7:54-55.

Descubrir a un cristiano de “profesión” o de “oficio” se consigue en medio de la prueba. El primero solo podrá recurrir a algunos esbozos teóricos acerca de la fe formulados en papeles ya amarillentos por el desuso. En cambio, el segundo, no necesitará de papeles, notas o discursos porque lleva impresa la Palabra de Dios en su corazón y como buen maestro ha experimentado en la práctica cada una de las cosas que dice conocer. Así terminó su testimonio el gran diácono: “Y mientras apedreaban a Esteban, él invocaba al Señor y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y cayendo de rodillas, clamó en alta voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Habiendo dicho esto, durmió”, Hechos 7:59-60. Sus últimas palabras denotan que había conseguido la meta del cristianismo: Imitar a Jesucristo.

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