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1 Reyes 21 – 22   y   1 Juan 3 – 4

Acab entonces se fue a su casa disgustado y molesto a causa de la palabra que Nabot de Jezreel le había dicho; pues dijo: “No le daré la herencia de mis padres.” Acab se acostó en su cama, volvió su rostro y no comió.

(1 Reyes 21:4)

David Seamands escribió un libro titulado “Dejando a un lado lo que es de niño”. Voy a dejar que él nos diga en sus propias palabras su tesis con respecto a los infantilismos en adultos:

Yo creía que cuando una persona entra en la edad adulta, las pautas de comportamiento infantiles desaparecían gradualmente y las nuevas pautas del adulto ocupaban su lugar. Pero he descubierto que no es así. Hay muchas personas que por su edad son adultas, pero que emocional y espiritualmente son niños todavía. El número de cumpleaños que han celebrado revela su edad en la vida, pero la calidad de su comportamiento demuestra que se hallan en el estadio de la niñez”.

Este comportamiento es más común de lo que nos gustaría aceptar. ¿Reconoces manifestaciones de tu niñez en tu presente? ¿Te dan rabietas infantiles o desconciertos adolescentes? Seguro que nos cuesta reconocerlos, aunque en más de una oportunidad nos pueden haber dicho: “Deja de portarte como niño”, o tú mismo hayas pensado: “Me estoy portando infantilmente”. Seamands señala esta lamentable proclividad cuando dice:

El niño escondido puede ser un factor determinante en la vida. Puede llevar la batuta y puede que se equivoque al manejarla. En los casos de algunas personas, el niño interior no sólo sobrevive, sino que prospera, echa agallas, transformándose en un personaje que da mucha bulla. Se mete de cabeza en las actividades que le gustan. Interfiere en la vida del adulto actual. Causa daño y destruye las relaciones más significativas. O quizás este niño interior de tu pasado es tan tímido, pusilánime, derrotado, y se rebaja a sí mismo tanto que, por más que tú quieras, no puedes forzarte a hacer amigos, o hablar en voz alta cuando tienes una opinión que expresar, o manejar responsabilidades pesadas. Es posible que te impida llegar a ser la persona que tú tienes el potencial de llegar a ser”.

Acab, el temible rey de Israel, tenía también un niño mimado dentro de su caparazón de monarca agresivo. En una oportunidad, quiso comprarle a su vecino Nabot la viña que era colindante al palacio real. Se acercó a su vecino y le propuso un trato de lo más adulto: “Acab le dijo a Nabot: Dame tu viña para que me sirva de huerta para hortaliza porque está cerca, al lado de mi casa, y en su lugar yo te daré una viña mejor; si prefieres, te daré su precio en dinero” (1 Re. 21:2). Nabot no se dejó intimidar ni por la oferta, ni por la calidad de rey de su distinguido vecino. Simplemente le dijo que no estaba dispuesto a vender la viña que había recibido como heredad de sus padres. Y allí Acabcito salió a relucir. Primero se entristeció, luego se enojó, luego se acostó sin tomar la sopa, como para que todos se den cuenta que le estaba pasando algo malo.

Su mujer, al ver su deplorable estado, se acercó a preguntarle qué le pasaba. Acabcito le dijo que estaba así porque el malo de Nabot no le quiso dar su viña y con un remilgo pueril se volvió a tirar a la cama. El problema es que una inocente actitud infantil de un adulto puede propiciar un desastre inconmensurable. La pérfida Jezabel le dijo: “¿No reinas ahora sobre Israel? Levántate, come, y alégrese tu corazón. Yo te daré la viña de Nabot de Jezreel” (1 Re. 21:7). Nosotros deberíamos aprender a medir las reacciones terribles que nuestros infantilismos pueden propiciar en nuestro alrededor, así como podemos imaginar que sucedería si le entregamos a un niño el timón de un avión de pasajeros en problemas.

Jezabel, atendiendo el ridículo lamento de su marido, hizo matar a Nabot a través de un juicio injusto, en donde ella pagó a hombres viles para que lo acusaran falsamente. Sin embargo, cuando Acabcito se enteró que podía poseer el juguete que le quitaba el sueño volvió a quedarse dormido y Acab el adulto se despertó con su conciencia endurecida y “se levantó para descender a la viña de Nabot de Jezreel, para tomar posesión de ella” (1 Re. 21:16b). Un actitud infantil desencadenó un drama, propició una muerte, y deshumanizó a su autor.

El Señor no puede pasar por alto nuestros arrebatos infantiles. Elías, en nombre de Dios, condenó a Acab y a Jezabel por tan despreciable acontecimiento. Sin embargo, la reprensión del profeta generó la muerte del niño Acabcito en el corazón del duro Acab. Ya no hubo remilgos, ni justificaciones, ni pataletas. Acab asumió como adulto su culpa, “Cuando Acab oyó estas palabras, rasgó sus vestidos, puso cilicio sobre sí y ayunó, se acostó con el cilicio y andaba abatido” (1 Re. 21:27). Hizo todo lo que un maduro oriental de su tiempo hacía cuando reconocía el dolor de la culpabilidad en su corazón. Y aunque era ya muy tarde para un cambio mayor, con todo, Acab pudo crecer un poco y dejar algo del niño que llevaba dentro.

No es fácil lidiar con el niño que llevamos dentro, por eso, David Seamands también dice:

 “Debido al poder que muestra este niño interior, es esencial que conozcas esta parte de ti mismo. Sin embargo, es necesario añadir aquí unas palabras de precaución. Vivimos en un mundo de sicólogos. Todo el que ha tomado un curso de sicología elemental… es un analista aficionado. Y el mayor error en este escudriñar equivocado es que mucha gente busca en su pasado para hallar excusas para su conducta actual. Quieren poder decir: ‘mi madre y mi padre, mi hermano, mis circunstancias, mi maestro, o este accidente, me hicieron de la manera que soy. Si esto… o si aquello…, entonces todo iría bien’.

En contraste con esta irresponsabilidad derrotista, te pido que mires hacia atrás para averiguar en qué punto estás ahora todavía permitiendo el niño interior de tu pasado que domine tu vida, con miras a que te vuelvas más responsable. Mira hacia atrás para descubrir dónde necesitas cambio, dónde necesitas ser curado y dónde necesitas disciplinarte cada día. Mira hacia atrás de modo que puedas estar donde en realidad deberías, y así ser un hijo de Dios puesto en libertad por el poder del Espíritu Santo”.

No temamos crecer, no le hagamos el quite a madurar por completo. Y lo principal: no actuemos como niños delante de Dios, como si estuviéramos haciendo piruetas para hacerle el quite a su reprensión. Recuerda que el Señor te ama hasta el punto que se ofreció en tu lugar: “En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros: en que Dios ha enviado a Su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de El. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros y envió a Su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4:9,10). No necesitamos escondernos detrás de un niño para ser aceptados. Él nos acepta como somos, y desde allí quiere hacer una obra poderosa: trabajar en nosotros para que seamos como Jesús, no el del pesebre, sino el hombre adulto que habló con poder, amor y autoridad a su pueblo.

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