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Poco a poco, se hace evidente la ansiedad en millones de personas que sienten la presión sostener una vida “perfecta” ante miles de espectadores en las redes sociales. Facebook, Twitter e Instagram se han convertido en salas de cine donde las personas hacen todo lo posible por cada día tener la sala llena.

Digo esto porque creo que la vida en las redes sociales es como una película. Llegas, te sientas, y empiezas a observar la pantalla. Tu rostro está fijo, van apareciendo delante tuyo cientos de escenas, a gran velocidad, desde el humor hasta la tragedia; cuadros diferentes de la vida diaria, eventos importantes, y hasta las fotos del último viaje familiar. Las redes sociales se asemejan a las películas en que nos convierten en espectadores. Nos ofrecen un material exclusivo, prometiéndonos que no nos aburriremos, que será emocionante la travesía, y que, a diferencia de ir al cine, estas escenas no tendrán fin. Siempre habrá algo nuevo. Somos espectadores de una película de la vida real, editada en tiempo real, pero que en demasiadas oportunidades no refleja la verdadera historia.

El protagonista edita

“¡Sonrían para la foto!”, y de esa manera inmortalizamos al grupo familiar en el cumpleaños de turno. Nos gusta tener memorias de los eventos importantes de nuestra vida. No falta nunca ese pariente que pide que le hagas “photoshop” mientras empieza a tomar nota de cada defecto que se ve, si de él o ella dependiera el cuadro sería distinto. Por diseño, las redes sociales atentan contra la realidad. No podemos ver todo el panorama. No podemos tomar una fotografía que refleje la realidad de la vida de una persona a través de las redes sociales, porque en ellas las personas ponen lo que ellas deciden, y comparten lo que quieren que los demás vean. Son los editores de su propia película. Un sueño personalizado de Hollywood. Las redes sociales nos otorgan el poder de editar nuestra película. Si quiero que la gente me vea feliz, no tengo que estarlo, puedo poner como estado “me siento feliz”, junto con una foto seleccionada de las doscientas que me saqué en la tarde. Una vez que la escena me agrada, entonces le doy “publicar”.

El apóstol Pablo nos enseña en Romanos que todavía hay un remanente de pecado en los cristianos que nos inclina hacia lo malo (Ro. 7:19-25). Tan pronto haya la oportunidad, esa tendencia pecaminosa sale a flote en nosotros. Las redes sociales son una de ellas. Somos tentados, diariamente, a editar nuestra vida en ellas. Publicamos cosas que a nosotros nos agradan y que —en muchos caso— sabemos que le agradará al resto (para eso un botón “me gusta”, ¿no?). Y aquí el pecado se aprovecha. Al principio, quizás solo maquillemos un poco la situación; pero luego podemos estar tentados a ir más allá, y como el pecado es engañoso, convertirnos en excelentes editores de nuestra vida social, tapando cosas o no mostrando áreas que nos avergonzarían que fuesen públicas.

Cuando la gente pone un “me gusta” o da “compartir” a tu perfil o publicaciones, usualmente, lo que hace es estar de acuerdo contigo en lo que decides publicar, en ese contenido particular. No necesariamente está aprobando tu vida, ya que no la conoce, o no tiene todo el panorama de ella; tampoco está mostrando que eres alguien maduro en la fe.

Si vamos al caso, el mayor porcentaje del contenido que compartimos en las redes, y que genera un buen alcance, son frases de predicadores, versículos bíblicos, predicaciones, o artículos recomendados. Si pensamos que esos “me gusta” nos dan aceptación a nosotros mismos estamos olvidando que ese contenido publicado es “prestado”.

La audiencia interpreta

Como espectadores de esta película editada, puede ser un gran error elogiar la vida espiritual o madurez de alguien solo basándonos por su contenido publicado en las redes sociales. No conocemos su vida espiritual con certeza, y si juzgamos por lo que él mismo comparte sobre esta cuestión, entonces, estamos perdiendo el panorama completo y objetivo, y nos estamos dejando influenciar o persuadir por esta “versión subjetiva y editada” de la vida espiritual de tal persona.

Los frutos que buscamos en una persona espiritual difícilmente puedan ser apreciados con seguridad en las redes sociales. Mucho de lo que se deja ver entre conversaciones y debates públicos en las redes sociales son una muestra, más bien, de la falta de un fruto genuino o de madurez espiritual, eclipsado por un conocimiento teológico minucioso y abundante. Somos tentados a pensar que la madurez espiritual es directamente proporcional al conocimiento teológico que posea una persona. Pero no es así: la evidencia Escritural nos muestra que en ocasiones las personas que más conocimiento teológico poseían eran las que ha menudo más lejos estaban de una madurez espiritual: los fariseos o escribas (ver Mt. 23:2-4). Por supuesto, debido a que los dedos teclean de la abundancia del corazón (cp. Mt. 12:34), dado suficiente tiempo y suficientes discusiones, en algún momento se hará evidente lo que somos realmente, sin editar.

Por supuesto, debemos crecer en conocimiento espiritual. Es un mandato en las Escrituras (Col. 1:10). Pero también es evidente  que si ese conocimiento no está transformando nuestra manera de pensar y actuar en conformidad a la imagen de Cristo, corremos el peligro de caer en un envanecimiento cegado. Si encontramos nuestra identidad en cómo las personas nos “aceptan y valoran” a través de sus “me gusta”, sus comentarios, y al compartir nuestras publicaciones, entonces, haremos grandes esfuerzos en que eso crezca. Podemos llegar al punto de autopromocionarnos a nosotros mismos y usar el mensaje del evangelio como el medio para un fin egoísta y centrado en el hombre. No nos engañemos: el contenido de la cabeza no hace al cristiano maduro en su fe, sino su sumisión al Espíritu Santo, a través de una mente renovada en la Palabra de Dios, y un caminar de obediencia (Ro. 12:2; Stg. 1:22-27; Ga. 5:22-23; 1 Pe. 1:13-21).

Una vida íntegra

No tenemos que demostrarle nada a nadie. Somos pecadores y Dios lo sabe, por eso es que envió a Jesucristo a morir por nuestros pecados. Si pudiéramos salvarnos a nosotros mismos, si fuéramos tan perfectos como a veces tratamos de aparentar, entonces ¡Jesús no sería necesario! Y no solo Cristo murió por nosotros, Él vivió la vida perfecta de obediencia que nosotros no podemos vivir: por eso lo necesitamos con desesperación. Es en Cristo donde podemos hallar la vida justa, piadosa y obediente que Dios exige. Nuestra vida debe apuntar allí y, de manera imperfecta, caminamos hacia ese destino, despojándonos del pecado y en continuo arrepentimiento. ¡Pero ya estamos aceptados en Cristo!

Si hayamos nuestra identidad en lo que ahora somos en Cristo, nuevas criaturas e hijos amados, y que nada ni nadie puede cambiar esa realidad delante de Dios, no estaremos corriendo tras cisternas rotas que no retienen agua. La aprobación de Dios debe producir en nosotros transparencia, humildad, descanso y gozo. No busques miles de seguidores para obtener tu valor, mira a Cristo y ve cuán amado eres para Dios.

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