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Mas allá de las valiosas enseñanzas y de las profundas verdades que nos dejaron los escritos de los apóstoles, hay otro aspecto en las páginas del Nuevo Testamento que también es de mucho valor para el pueblo cristiano. Me refiero a la honestidad que evidenciaron los escritores cuando hablaron de sus luchas, tristezas y frustraciones.  Al hacer esto, ellos nos demostraron que fueron hombres como nosotros. Como decía Santiago, eran personas sujetas a pasiones semejantes a las nuestras (Stg. 5:17). Es bueno, liberador y hasta esperanzador para los creyentes saber que los grandes hombres de la biblia también temieron, fracasaron y se indignaron como nosotros.

Pero lo llamativo es que al describir sus dificultades, ellos no solo lamentaban o mostraban preocupación por ciertas circunstancias, sino que concluían enfocándose en Dios, en la obra consumada de Cristo, y en los gloriosos beneficios de la cruz. Es decir, luego de reconocer las dificultades y sus miserias, podían hallar gozo y esperanza en la gracia de nuestro Señor Jesucristo.

Es como si estuviesen descendiendo en un hoyo profundo de lamento, pero luego recuperan la consciencia de la gracia de Dios en Cristo y comenzaran un repentino ascenso a las alturas de la gloriosa redención. Aunque identificaban y lamentaban las miserias propias de este mundo y de nuestra condición caída, los autores de la Biblia no permanecían postrados en el lamento. Al contrario, resistían toda actitud derrotista y se levantaban para contemplar la gloria del evangelio.

Herman Bavinck, teólogo holandés del siglo XIX, decía que la manera bíblica de reaccionar a la influencia, la realidad y el poder del pecado en el mundo debería ser de “lamento, pero no de pesimismo”. A saber, mientras consideramos el problema del mal, los creyentes deberíamos limitarnos al lamento y no llegar al extremo de un espíritu pesimista. He allí el meollo del asunto. La contemplación de la maldad que nos rodea nos puede derribar al suelo del gemido, de la queja y la desesperanza, sobre todo si no contemplamos con diligencia quien es Dios y lo que ha hecho para redimirnos.

Los Salmos son una demostración de este principio, porque muchos de ellos inician lamentando, pero luego son matizados por una declaración de confianza y una alabanza al soberano Dios. Pero en el Nuevo Testamento vemos lo mismo. Hay tres pasajes en particular que analizaremos al respecto. Los dos primeros corresponden al apóstol Pablo, y el último al apóstol Pedro. En ambos vemos que se enfatiza, se lamenta y se describe aspectos del mal, pero a su vez se puede percibir una resolución final. Veamos:

—“Cuando llegué a Troas para predicar el evangelio de Cristo, aunque se me abrió puerta en el Señor, no tuve reposo en mi espíritu, por no haber hallado a mi hermano Tito; así, despidiéndome de ellos, partí para Macedonia. Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús…”, 2 Corintios 2:12-14.

—“¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” Romanos 7:24-25.

En el pasaje de Corintios Pablo reconoce su tristeza y aflicción al decir que no tuvo “reposo” en su espíritu por no haber hallado a Tito. Para Pablo, la presencia de este prominente líder y querido discípulo hubiera representado no solo una ayuda sino también un gran consuelo para él. Es evidente que el apóstol está afectado por esta situación, pero inmediatamente recuerda su posición triunfante como creyente y agradece a Dios “el cual nos lleva siempre en triunfo”. Parece que no se permitió un lamento prolongado porque tiene mayores razones para estar gozoso.

En el segundo pasaje –el conocido texto de Romanos–, Pablo está describiendo una situación diferente pero en respuesta hace algo parecido. El apóstol está frustrado porque quiere agradar a Dios haciendo el bien, pero termina haciendo lo contrario. Esto se ha convertido en una constante lucha y lo expresa con un dramático clamor: ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Sin embargo, después de su lamento, su resolución final fue volcarse a Dios con gratitud por la gracia que hemos recibido en Jesucristo. Pablo prorrumpe en alabanza porque recordó a nuestro Señor. Es saludable para un creyente lamentar su propia maldad, lo que no es saludable es permanecer postrado en el pesimismo y la derrota.

El apóstol Pedro en su primera epístola, también evidencia la misma disposición cuando escribe a los cristianos que habían sido dispersados:

“Vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo. Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca”, 1 Pedro 5:8-10.

Pedro está advirtiendo a sus lectores acerca de la realidad de un feroz enemigo que acecha, cual león rugiente, buscando hacer daño a los creyentes, y asimismo los anima a estar firmes en los padecimientos. Es en este contexto donde el apóstol también irrumpe en gratitud, reconociendo la soberanía de Dios que obra a través de estas circunstancias. “Mas el Dios de toda gracia” dice Pedro, como una llamada de esperanza para no decaer en el pesimismo mientras se considera la realidad del sufrimiento.

En cualquier circunstancia, ya sea que estemos lamentando el pecado o sus consecuencias, debemos ser cuidadosos de no perpetuar nuestra angustia, tristeza o frustración. Prolongar estas emociones nos llevarán a una actitud pesimista que no solo nos perjudica sino que se constituye en una deshonra para Dios quien nos ha dado mayores razones para celebrar y estar agradecidos. Después de todo, hay una tristeza conforme al mundo, que produce muerte, y una que es conforme a la voluntad de Dios, que nos acerca a Él a través del arrepentimiento (2 Co. 7:9-11).

El evangelio de nuestro Señor son buenas noticias que deben ser creídas con sinceridad, recordadas constantemente, y celebradas con regocijo. Luce con más fulgor en las situaciones que lamentamos y en circunstancias que nos afligen. Lamentemos, pero no seamos pesimistas, pues en medio del mal todavía podemos irrumpir con acción de gracias por nuestra salvación y decir con gozo: gracias sean dadas a Dios, el cual nos llevan siempre en triunfo por medio de nuestro Señor Jesucristo. El evangelio nos anuncia que la victoria de Cristo le pertenece a la iglesia: por lo tanto el triunfo es seguro, y podemos celebrar aun en los días de lamento.

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