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La Palabra de Dios nos habla de que las mujeres deben ser “cuidadosas de su casa” (Tito 2:4-5). Lo que vemos en el original se puede traducir como “amadoras del hogar”. La mujer no solo vive en una casa con su familia: la mujer “hace hogar”. Podemos tener la idea de que las cosas de la casa no tienen nada que ver con la fe, pero es en el marco hogareño donde ocurren las relaciones verdaderamente espirituales en la vida. La influencia más duradera en la vida de las futuras generaciones procede del hogar. El libro de Proverbios nos enseña que “La mujer sabia edifica su casa, pero la necia con sus manos la derriba” (Pr. 14:1).

Pensando entonces en nuestro llamado de ser amadoras y edificadoras de nuestros hogares, aquí algunos puntos que debemos tomar en cuenta:

1. Nuestro hogar debe ser un lugar placentero.

Un hogar placentero debe estar lleno de alegría y hermosura, la hermosura de la santidad. Nuestro hogar debe reflejar la bondad y la gloria de Dios. Hay casas que por fuera son hermosas, pero están llenas de personas infelices. ¿Es tu hogar un lugar agradable para tu familia? ¿Hay en él un ambiente de paz?, ¿o por el contrario hay peleas, reproches, críticas e irritabilidad?

Debemos comprender que las mujeres ejercemos una gran influencia sobre nuestros hogares, para bien o para mal, “Mejor es lo poco con el temor del SEÑOR, que gran tesoro y turbación con él. Mejor es un plato de legumbres donde hay amor, que buey engordado y odio con él”, Proverbios 15:16-17.  “Mejor es habitar en tierra desierta que con mujer rencillosa y molesta”, Proverbios 21:19. La mayor parte de las disputas o riñas son fruto de la amargura y de un espíritu crítico. Cuando va gente a tu casa ¿se sienten a gusto, relajados, confortados? ¿O, por el contrario, están deseosos de irse? Y los que viven en tu casa ¿anhelan llegar a ella?

2. Un hogar limpio y ordenado.

Un hogar limpio y ordenado desde luego contribuye a una vida agradable. Nos encanta ver la ropa planchada y colgada en el armario. Pero un hogar limpio en exceso de meticulosidad no es placentero. Si entras y parece que no puedes pisar o tocar nada, está bien lejos de ser un lugar relajante y en el que se pueda disfrutar. Los hogares no son museos, son para disfrutarlos. No hagas de la limpieza una tortura para la familia. Debemos cuidarnos de mantener un equilibrio entre el orden y lo obsesivo. Procura que tu hogar sea un lugar ordenadamente disfrutable.

3. Un hogar hospitalario.

1 Timoteo 5:10 nos enseña sobre aquello que debe ser característica de una mujer piadosa:  ”que tenga testimonio de buenas obras; si ha criado hijos, si ha mostrado hospitalidad a extraños, si ha lavado los pies de los santos, si ha ayudado a los afligidos y si se ha consagrado a toda buena obra”.

Eso es hospitalidad y es una llamado para nuestras vidas, “Sed hospitalarios los unos para con los otros, sin murmuraciones”, 1 Pedro 4:9. Nuestros hogares deben ser lugares abiertos y dispuestos a recibir a quien lo necesite. La hospitalidad es un escenario donde podemos practicar el amor y el testimonio cristiano. Mucha gente piensa que el ser hospitalarios es tener que preparar grandes comidas o banquetes, pero no es así: es dedicar tiempo y recibir en nuestro hogar a un hermano o hermana, o alguna persona que ni siquiera conocemos para hablar, consolar, testificar. Es muy triste ver cómo hay mujeres que nunca ofrecen su casa para reuniones o para recibir a alguien.

Creo que casi todos los domingos en mi casa hay alguien que va a comer, y siempre que hemos tenido hermanos que se han quedado en casa a dormir hemos sido bendecidos. Es un privilegio tener nuestros hogares dispuestos para ayudar a los demás. La hospitalidad no se trata de dinero o de un gran menú, se trata de la actitud y el amor que podemos mostrar a quienes recibimos.

Recordemos que nuestro llamado es reflejar a Cristo en cada área de nuestra vida y nuestro hogar es una de ellas. “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia. Es a Cristo el Señor a quien servís”, Colosenses 3: 23-24.

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