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Recuerdo en alguna ocasión haber escuchado a mi mamá decir: “¿Pero tú no te viste en el espejo?”.

En el mundo greco-romano, la presencia o ausencia de espejos parece haberse convertido en un problema entre las mujeres, quienes, provenientes de una cultura pagana altamente licenciosa, idólatra e inmoral, se ataviaban de manera sumamente inapropiada. Por lo que vemos en el Nuevo Testamento, las mujeres en Corinto, Éfoso, Creta, Asia, Bitinia y otros lugares más estaban desviando la atención de los creyentes en el culto, de Cristo, hacia sí mismas (1Co. 11, Ef. 5, 1 Tim. 2, Tim. 2, 1 P 3). Al corregirlas, además de aclarar lo concerniente a la posición y el rol de la mujer cristiana, Pedro y Pablo hablan del atavío y decoro de las hijas de Dios.

Ahora bien, el problema presentado por su atavío no se quedó en la edad clásica, sino que sigue siendo un problema de actualidad. De hecho, el narcicismo o amor a la imagen propia ha florecido exponencialmente, manifestándose en una hermanas que cuidan en demasía su compostura, volviéndose vanidosas y esclavas de su belleza.

Definiendo la vanidad

Salomón, el hombre más sabio y rico de la tierra (1 Rey. 3:12), autor por excelencia del tema de la vanidad, concluyó después de mucha experimentación que en la vida bajo el sol, “todo es vanidad y aflicción de espíritu” (Ec. 1:2, 14).

Una de las definiciones que encontramos para la palabra vanidad es la creencia excesiva en las habilidades propias o la atracción causada hacia los demás. Es un tipo de arrogancia, engreimiento y una expresión exagerada de la soberbia. El término encuentra sinónimos en las palabras vacío, vano, necedad, fantasía, hinchazón, hueco y envanecimiento, siendo un tipo de vanidad el narcicismo. El principal término hebreo que la define es hebhel que significa, “un soplo de aire”.

La vanidad es un problema prevaleciente con el cual todas luchamos. No es algo propio del mundo greco-romano, sino que es un mal que nos acompaña desde la caída (Gn. 3:14-19). Bien nos presenta Eclesiastés como el hombre futilmente continúa buscando la felicidad y el significado de la vida a través de medios equivocados como la ciencia, la filosofía, el placer, el materialismo, las experiencias, el egotismo, la religión, las riquezas y la moralidad.

La mujer por su parte lucha con la vanidad en su esfuerzo por sentirse atractiva, valiosa y amada, pasando por alto su valor “real” en Cristo (Gn. 1:27, 1 Ped. 1:18-19, 2:9, Pr. 31:10, Sal 139:13-14). En consecuencia, pone un remarcado énfasis en la belleza y la apariencia externa, descuidando su belleza interna; “en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible que es de grande estima delante de Dios” (1 Ped. 3:4).

El corazón del problema

La vanidad es un problema del corazón (2 Tm 3:2, 4), que solo Dios puede ver en su justa dimensión, pues el hombre apenas mira lo que está delante de sus ojos (1 S 16:7).

El mayor problema para la persona vanidosa radica en que hace todo de manera superficial para sobresalir y ser vista por los hombres (Mr. 12:38, Mt. 6:5, 16), sin importarle la opinión de Dios, los posibles daños a otros, y el estado real de su corazón. Además, todo lo que hace carece de sustancia, y como el humo se desvanece.

Como es de esperarse, la ocupación en lo externo, acompañado del descuido espiritual dan como resultado a una mujer vana, engreída y fantasiosa, que desperdicia su vida en aquello que no aprovecha ni tiene trascendencia eterna. Esto afecta negativamente la formación de las futuras generaciones y el legado que dejamos en Cristo.

Vanidad encarnada

La vanidad nos hace mujeres supérfluas, y se manifiesta en la totalidad de nuestro ser, por medio de nuestra actitud, nuestra conducta, nuestras ocupaciones y prioridades, nuestro hablar, nuestro atavío, el uso de nuestros recursos, y aún nuestros sueños y aspiraciones.

La vemos en el mal uso de nuestro tiempo, nuestras elecciones, nuestros gustos, el tipo de amistades que tenemos, las cosas de las que hablamos, los eventos y actividades que nos ocupan, aquello que vemos y leemos, en lo que gastamos el dinero, y en nuestra apariencia personal.

Como creyentes, debe preocuparnos el hecho de que Dios mira al hombre en su totalidad. Él ve el corazón, lo pesa y lo escudriña (Pr 24:12), pero también ve nuestro hombre exterior. De ahí la amonestación de Pedro acerca del atavío externo de la mujer (1 Ped. 3:4) y de la “ropa decorosa con pudor y modestia”, sobre la que también escribe Pablo en 1 Timoteo 2:9. Esta comprensión debería motivarnos a poner en orden nuestro mundo interior.

El remedio

Por la gracia de Dios, la identidad y seguridad de la mujer cristiana proviene solo de Cristo y no de las personas, las posesiones o el placer. Fuera de una relación íntima con el Señor Jesucristo a través del evangelio, nada podrá darle sentido a nuestra existencia y valor a nuestros días.

Por ende, busquemos primeramente el reino de Dios (Mt. 6:33). Amemos a Dios con todo nuestro corazón, nuestra alma, nuestra mente y nuestras fuerzas (Mr. 12:30). Crezcamos en la gracia y conocimiento  de Cristo (2 Ped. 3:18). Abstengámonos de los deseos carnales que batallan contra el espíritu (1 Ped. 2:11). Prediquémosnos diariamente las verdades del evangelio (1 Tim. 1:15). Y llevemos fruto en toda buena obra (Col 1:10) como corresponde a mujeres que profesan piedad (1 Tim. 2:10) y maestras del bien (Ti. 2:3-5).

A Dios sea la honra y preeminencia en nuestras vidas.


Imagen tomada de Lightstock.

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