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Por supuesto, como cualquier otro hombre que no sea Jesucristo, Juan Calvino era imperfecto. Su renombre no es por su infalibilidad, sino por su persistente lealtad a las Sagradas Escrituras como la Palabra de Dios en un tiempo cuando la Biblia fue casi suplantada por la tradición de la iglesia.

Nació en Julio de 1509 en Noyon, Francia y fue educado en las mejores universidades de Leyes y Teología y en los Clásicos. A sus 21 años fue convertido dramáticamente de las tradiciones del Catolicismo a la fe radical, bíblica y evangélica de Cristo y su Palabra. Él dijo:

“Dios, a través de una repentina conversión, llevó a mi mente a un estado de instrucción, estando ella más endurecida de lo esperado en mi temprana etapa de la vida. Habiendo de este modo recibido algo del sabor y color de la verdadera piedad, fui inmediatamente envuelto con tal intenso deseo de hacer progresos que aunque no quise totalmente dejar otros estudios, aún los continuaba con menos pasión”.[1]

Hay una razón por la cual Calvino se cambió de sus estudios clásicos a una vida dedicada a la Palabra de Dios. Algo dramático sucedió en su percepción de la realidad cuando leyó las Sagradas Escrituras. Él escuchó en ellas la voz de Dios y vio la majestad de Dios.

“Ahora este poder, que es singular de las Sagradas Escrituras es evidente por el hecho de que los escritos humanos, aunque estén depurados artísticamente, no son capaces de afectarnos del todo comparablemente como ellas. Lea Demóstenes o Cicerón, lea Platón, Aristóteles y otros de esa corriente. Ellos, lo admito, lo encantarán, le deleitarán, lo conmoverán, lo extasiarán en maravillosa medida. Pero pase de ellos a esta lectura sagrada. Allí, a pesar de usted mismo, será afectado de manera tan profunda, su corazón será tan penetrado, se quedará tan implantado en su médula, que, comparado con sus impresiones profundas, tal vigor de los oradores y los filósofos habrá prácticamente desaparecido. Consecuentemente, es fácil ver que las Sagradas Escrituras, que sobrepasan los dones y las gracias del trabajo humano, transpiran algo divino” (Institución, I, viii, 1).

Luego de este descubrimiento, Calvino quedó completamente atado a la Palabra de Dios. Él fue un predicador en Ginebra por 25 años, hasta que falleció a la edad de 54 en mayo de 1564. Su hábito era el de predicar dos veces cada Domingo y diariamente la mitad de las semanas del año. O sea, él predicada un promedio de 10 veces cada 2 semanas. Su método era el tomar unos pocos versículos, explicarlos y aplicarlos a la fe y vida de las personas. Así trabajó de esta manera libro tras libro. Por ejemplo, él predicó 189 sermones en el libro de Hechos, 271 en Jeremías, 200 en Deuteronomio, 343 en Isaías y 110 en 1 Corintios. Cuando lo exiliaron de Ginebra por dos años, a su regreso subió al púlpito, abrió 1 Pedro y continuó con el texto que había dejado.

La increíble devoción a la exposición de la Palabra de Dios año tras año es debido a su profunda convicción que la Biblia es la verdadera Palabra de Dios. Él dijo:

“Las leyes y las profecías no son enseñanzas entregadas por la voluntad del hombre, sino dictadas por el Espíritu Santo… Debemos a las Sagradas Escrituras la misma reverencia que le debemos a Dios, porque provienen de Él únicamente, y no tienen nada del hombre en ellas”.[2]

Lo que Calvino vio en la Biblia, por sobre todas las cosas, fue la majestad de Dios. Dijo que a través de las Escrituras “de una manera que sobrepasa al juicio humano, somos totalmente afirmados, como si contempláramos la majestad de Dios mismo” (Institución, I. vii, 5). La Biblia, para Calvino, era por sobre todo un testigo de Dios de la majestad de Dios. Esto nos lleva inevitablemente a lo que es el corazón del calvinismo. Benjamin Warfield lo expuso así:

“Calvinista es aquel que ve a Dios en todo fenómeno y quien en todo lo que ocurre reconoce la mano de Dios… ‘quien hace de la actitud del alma en oración hacia Dios su actitud permanente…’ y quien se entrega en la gracia de Dios únicamente, excluyendo cada rastro de dependencia en sí mismo para la gran tarea de salvación”.[3]

Eso es lo que yo quiero ser: alguien que excluye cada rastro de dependencia de sí mismo para la gran tarea de mi salvación. De esa manera disfrutaré de la paz que hay en Dios solamente, y Dios tendrá toda la gloria como aquel por quien, a través de quien y para quien son todas las cosas, y el mensaje de esta iglesia resonará en las naciones.


[1] John Dillenberger, John Calvin, Selections from His Writings, Scholars Press, 1975, p. 26
[2] J. I. Packer, “Calvin the Theologian”, A Collection of Essays. Gran Rapids: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1966, p. 162
[3] Calvin and Augustine, The Presbiterian and Reformed Publishing Co., 1971, p. 492
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