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Esta mañana voy a predicar en el funeral de mi suegro.

Durante 32 años de matrimonio, me horrorizaba esta terrible tarea porque él no era creyente. No quería saber nada de Cristo o del evangelio. Oramos por él, le testificamos, mandamos a otros a hablarle. Incluso, hace cinco años lo llevamos a Manaus, Brasil para ir a pescar tucunaré (pavón), pero con la intención real de compartir a Cristo todo el viaje. Nos confabulamos, cooperamos y conspiramos por su alma.

En Manaus asistimos a la “Nova Igreja Batista”, donde nuestros amigos David y Pennie Hatcher sirven, y nos alojamos en su casa. Ellos y todos los miembros de Nova se convirtieron en co-conspiradores en nuestro plan redentor.

Nunca olvidaré estar sentado en la primera fila de su enorme santuario, rodeado de miles de brasileños saltarines adorando y alabando a su Salvador, con sonrisas radiantes de sus rostros. Gene, mi suegro, solo reconoció una palabra que cantaban una y otra vez: Jesús. Miró a Tanya mi esposa y le dijo: “Estas personas realmente creen lo que están cantando”. Ella aprovechó la oportunidad para decirle que Él había cambiado sus vidas y por eso cantaban con tanto fervor.

Cuando regresamos a Kentucky, nuestra sobrina nos recibió en el aeropuerto y llevó a su abuelo a casa. Más tarde nos dijo que él no paraba de hablar sobre la iglesia y sobre David y Pennie. Los tres días de pesca en el Río Uatumã o viendo los delfines de agua dulce, caimanes, monos aulladores o cualquiera de las cosas por las que fue a Brasil para ver ni siquiera merecieron una mención. En su lugar, estaba obsesionado con la obviamente profunda y significativa creencia en el evangelio, ahora tan evidente para él en tantas personas.

Unos meses más tarde, su cuerpo falló. Una noche, sus piernas se negaron a seguir funcionando y nunca caminó de nuevo. Demasiado grande y con demasiadas necesidades médicas para que cualquiera de nosotros lo cuidara en casa, el hombre cuya vida era tan grande como el aire libre de repente se encontró limitado a las cuatro paredes de una habitación individual y con su espalda en un hogar de ancianos.

Durante los primeros cuatro o cinco días teníamos que pasar por la burocracia para conseguirle un televisor y, junto con su casi sordera, él no tenía nada que ver o escuchar cuando no estábamos allí. La extraña providencia de Dios lo había trastornado y lo puso en el último lugar en la tierra donde quería estar, pero precisamente donde necesitaba estar, y allí, en el silencio de la habitación, Dios trajo a su mente todas las veces que alguien había compartido el evangelio con él, el simple mensaje que Jesús salva por gracia mediante la fe. Él sabía que era innegable el efecto del evangelio en las vidas de sus hijos, nietos y su difunta esposa.

Al día siguiente, Tanya y yo fuimos a verlo y nos sorprendimos por su actitud. Francamente, nos habíamos imaginado que iba a odiar el hogar de ancianos y que sería terriblemente poco cooperativo. En su lugar, fue positivo, enfocado, y enfrentó este reto con el mismo espíritu que lo ayudó a sobrevivir la Segunda Guerra Mundial. Estábamos, para ser sinceros, atónitos.

A medida que nos levantamos para salir, Gene extendió la mano y dijo algo extraño para mí. “Predícame, Hershey”. Él nunca había dicho eso antes. Pensé que estaba confundido, o que pedirme que oráramos por él era algo tan inusual que no sabía cómo hacerlo. En 32 años, hasta este episodio, nunca me había pedido que orara por él o con él sobre cualquier cosa. Unos días antes había tendido la mano y dijo: “Di algunas palabras buenas para mí”, y yo lo había tomado en el sentido de que oráramos por él y lo hice. Ahora yo estaba tratando de interpretar “Predícame”, y pensé que seguramente quería decir que orara.

Así Tanya tomó una mano y yo la otra, y oré. Le pedí a Dios que lo fortaleciera y lo sanara conforme a su voluntad, pero luego oré a Dios para que lo salvara. Le rogué a Dios que le ayudara a ver que Jesús era el único camino. Le dije a Dios que Gene se había salido con la suya durante demasiado tiempo, y rogué que le abrumará con su amor y se impusiera sobre su corazón obstinado y le concediera el arrepentimiento y la fe en Cristo solamente.

Cuando dije: “Amén”, Gene me dio unas palmaditas en la mano y me miró a los ojos y dijo: “Ya hice eso”. Tanya y yo nos lanzamos uno al otro una mirada escéptica y confusa, ambos preocupados de que podría decir una cosa así a la ligera, aunque ciertamente nunca lo había hecho antes. “¿Qué?”, pregunté. “¡Yo hice eso!”. “¿Me estás diciendo que te has arrepentido de tus pecados y que estás confiando en Cristo y Cristo solamente para la vida eterna?”. “Sí”, respondió. “Lo hice”. “Ahora, Gene”, le rogué: “Realmente necesito estar seguro de esto porque más que nada, quiero pasar la eternidad contigo”. “Bueno, lo harás”, dijo, “porque yo lo he hecho”.

Me gustaría poder decirte lo dulce que han sido estos tres últimos años de su vida, incluso en circunstancias difíciles que ninguno de nosotros jamás hubiera elegido. Vimos la gracia de Dios obrando en su vida, que incluso ha tenido un profundo efecto en nosotros también. Así que hoy, yo no estoy predicando el funeral que me aterraba. Estoy predicando el funeral que podría predicar por una Rahab, o Ruth, o por el ladrón en la cruz. Es la historia de redención, del amor de Dios extendido a aquel a quien muchos pensaron más allá de su alcance. Es la historia del trabajador de las cinco de la tarde que recibe la misma recompensa que el que está trabajando desde el amanecer. Es la historia de la gracia. Es la historia de Jesús.


Publicado originalmente en Pastor Well. Traducido por Christian Fernandez.
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