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El profeta Habacuc estaba profundamente angustiado. Su miseria fue provocada por el espectáculo de la amenaza, de la nación pagana de Babilonia contra Judá. Para este profeta era impensable que Dios usara una nación malvada contra su propio pueblo; después de todo, Habacuc reflexionó: “Dios es demasiado santo incluso para contemplar el mal”. Así que el profeta protestó subiendo a su torre de vigilancia y exigiendo una respuesta de Dios: “Entonces el Señor me respondió: Escribe la visión y grábala en tablas, para que corra el que la lea. Porque es aún visión para el tiempo señalado; se apresura hacia el fin y no defraudará. Aunque tarde, espérala; porque ciertamente vendrá, no tardará. Así es el orgulloso: En él, su alma no es recta, mas el justo por su fe vivirá” (Hab. 2:2-4).

Las palabras finales de esta declaración, “el justo por la fe vivirá”, se citan tres veces en el Nuevo Testamento con las familiares palabras, “el justo vivirá por la fe”. En esta frase, “la fe” se refiere a “la confianza en Dios”. Esto implica confiar en las futuras promesas de Dios y esperar su cumplimiento. La promesa a Habacuc es solo una de miles dadas por Dios en las Escrituras a Su pueblo. Tales promesas, característicamente, vienen con la advertencia de que a pesar de que tarden, debemos esperar por ellas.Lightstock

Esperar en Dios es el centro del vivir por fe. El fin de la esperanza cristiana nunca es la lástima o la vergüenza, porque tenemos una esperanza que es un ancla segura para nuestra alma. Es esta esperanza, en las confiables promesas de Dios, que es el fundamento de la virtud de la paciencia del cristiano.

Se nos dice que vivimos en una cultura que está absorbida por el consumismo. Madison Avenue alimenta diariamente nuestra gratificación instantánea, que no es solamente una debilidad; es una adicción en nuestro tiempo. La epidemia de la deuda de tarjetas de crédito es testigo de esta enfermedad. Queremos nuestros lujos, nuestros placeres, y nuestras finezas, y los queremos ahora. La anticuada virtud por la cual la mayordomía del capitalismo tuvo su impulso fue el principio de la “gratificación retrasada”. Uno aplazaba el consumo inmediato a favor de invertir para el crecimiento futuro. Por este principio, muchos prosperaron, pero no sin el necesario ejercicio de la paciencia. 
Para mí el vivir otro día requiere una continuación de la paciencia misericordiosa de Dios para con mi pecado.

Cuando la Biblia habla de paciencia, sobre todo como uno de los frutos del Espíritu, y como una de las características del amor, habla de ella como una virtud que va mucho más allá de la mera habilidad de esperar algún beneficio futuro. Se trata de más que el descanso o la paz del alma que confía en el tiempo perfecto de Dios. La paciencia que está a la vista aquí, se centra más en las relaciones interpersonales con otras personas. Es la paciencia de la longanimidad y la tolerancia en medio de daños personales. Esta es la paciencia más difícil de todas. Cuando somos heridos por otros, anhelamos vindicación, una vindicación que sea rápida. Tememos que el axioma “la justicia retrasada es justicia denegada” hará sus estragos en nuestras almas. La parábola del juez injusto habla de forma elocuente sobre esta lucha humana, cuando nuestro Señor pregunta retóricamente: “¿No hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche?” La parábola que nos llama a no desmayar en tiempos de prueba, termina con la inquietante pregunta: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” La parábola une la paciencia y la fe.

Si nos fijamos en la tríada de virtudes subrayadas en el Nuevo Testamento —fe, esperanza y amor—, vemos que cada una de estas virtudes contiene en su interior el ingrediente necesario de la paciencia. Pablo nos dice en 1 Corintios 13 que el amor es sufrido. Esta imperturbable, tolerante paciencia debe ser el reflejo en los cristianos del carácter de Dios. Es parte del carácter de Dios ser lento para la ira y rápido en misericordia. Parte de la incomprensibilidad de Dios, en términos de mi propia relación con Él es la siguiente: No puedo entender cómo un Dios santo ha sido capaz de aguantarme estropeando Su creación hasta el punto que tengo sesenta y cinco años. Para mí el vivir otro día requiere una continuación de la misericordiosa paciencia de Dios con mi pecado. La simple y verdadera pregunta es esta: “¿Cómo puede Él aguantarme a mí?” El misterio se complica cuando añadimos a la paciencia de Dios no solo su paciencia conmigo, pero su paciencia contigo, y contigo, y contigo —multiplicado de manera exponencial a través de todo el mundo—. Se vuelve aún más difícil de comprender cuando vemos a un ser sin pecado, ser más paciente con los seres pecaminosos que lo que los seres pecaminosos son entre sí.

La paciencia de Dios es larga pero no infinita. El advierte que hay un límite a Su paciencia, que Él no extenderá. De hecho, el ha establecido un día en el cual juzgará al mundo, y ese día marcará el punto final de los esfuerzos de Dios con nosotros. También marcará el día de la reivindicación por la paciencia de sus santos.

Sin duda, una paciencia imperturbable es uno de los ejercicios más difíciles que podemos lograr. Está sujeta a prueba todos los días. Tales pruebas pueden robarse nuestro amor, nuestra esperanza y nuestra fe. Esta erosión puede dejarnos destrozados y amargados. En este sentido, debemos atarnos al mástil y mirar a los múltiples testigos que la Escritura ofrece del pueblo de Dios que sufrió tales pruebas y tribulaciones. Vemos a Job, la clásica comparación de paciencia, que clamó desde el estercolero: “Aunque él me mate, voy a confiar en él”. La paciencia de Job era meramente una pantalla externa de la fe de Job, la esperanza de Job, y el amor de Job.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Johanna da Veiga.
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