¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

Fue a los 12 años de edad que el Señor me abrió los ojos a mi condición espiritual, pude ver mi pecado, y pude conocer Su gracia en Cristo Jesús. Este es, sin duda, el evento más importante y trascendente de toda mi vida, y es así para todo aquel que ha conocido a Cristo. De ahí en adelante, soy una nueva criatura (2 Co. 5:17).

Pero eso no fue lo único que sucedió a mis 12. También a esa edad debuté como diabético (Tipo 1), la que tiene cierto componente genético y es de por vida. Uno de mis hermanos mayores ya tenía años con diabetes, por lo que yo tenía una idea de qué vendría. Esos “pinchazos” para medir mi azúcar. La coca cola y los jugos de dieta. Y, por supuesto, las inyecciones de insulina, primero tres veces al día; ya cinco agujas, hoy por hoy.

Como joven adolescente, necesité de mucha ayuda durante mis primeros años de diabetes. Pasé por un breve tiempo de rebeldía, donde simplemente quería comer lo que me viniera en gana. Interesantemente, mi conversión había afectado mi forma de comportarme con mi familia, mis deseos de ir a la iglesia y aun el trato con mis amigos. Pero honestamente no fue hasta muchos años después que entendí que el evangelio aplicaba también para mi salud física.

El poder de la fe

La iglesia donde me congregaba en mi adolescencia tenía una tendencia bautista reformada latinoamericana. Por consiguiente, no recuerdo ningún momento donde hayan orado por mi sanidad física. Sí recuerdo que el pastor amablemente visitó a mi mamá, y me decía en alguna comida juntos “¿cómo va el azúcar?”. Pero hasta ahí, comprensiblemente, el envolvimiento de mi iglesia con mi diabetes.

Como joven cristiano, traté de rodearme de amigos que también profesaran fe en Cristo. Pero estando en América Latina, no había muchos de esos “de sana doctrina”. Así terminé en un grupo neo-pentecostal, bien carismático. Ahí fue la primera y única vez que me dijeron que podía ser sano de mi diabetes si oraba con fe, y que era posible que hubiera algún pecado (en mí o en mi familia) que hubiera causado la enfermedad. Hasta asistí a un servicio con ellos, donde la pastora dirigió un espectáculo de esos que lastimosamente abundan en nuestros países, y todos mis amigos terminaron extasiados en el suelo con un manto blanco en sus rostros. Por mi parte, yo trataba de dar sentido a lo que veía con una Biblia abierta, explicándole (con mi limitado conocimiento) al único que seguía consciente que lo que estábamos viendo no lucía como lo que la Biblia enseñaba. De más está decir que salí de allí con mi enfermedad. Y hasta ahí el envolvimiento del movimiento de sanidad por fe con mi diabetes.

Con los años fui saliendo del cuidado de mis padres y entrando en el mundo de la universidad. Sin tener tanta supervisión, y al tener que durar largas horas fuera de la casa, fui descuidando mi diabetes. Muy difícilmente andaba con mi glucómetro (lo que se utiliza para medir el nivel de azúcar en sangre), así que me guiaba por mis sentimientos para suponer cómo estaba mi azúcar. Igual, era incómodo cargar con un envase con hielo para mantener la insulina a baja temperatura en el calor de República Dominicana, así que a veces no me colocaba una de mis tres inyecciones. Igual, me encontraba “tan ocupado” que no asistía a las citas con mi doctor. Siéndoles honesto, nunca pensé que yo podía estar deshonrando a Dios con el descuido de mi condición. No había un entendimiento de cómo el evangelio se relacionaba con mi diabetes.

Mente renovada

Al poco tiempo de salir de la universidad, el Señor me llevó a cambiar de iglesia. En esta nueva congregación había un énfasis que, francamente, nunca había visto antes: el evangelio se aplicaba en toda la vida. El pastor predicaba sobre un pasaje, y lo aplicaba al trabajo, a la escuela, a la familia y a la vida personal. En América Latina sufrimos de una falsa separación entre lo sagrado y lo secular, como si la vida de los domingos fuera diferente –más santa– que lo que hacemos de lunes a sábado.

Al pasar el tiempo bajo predicación expositiva, el muro entre lo sagrado y lo secular fue desapareciendo. Y allí lo entendí: mi médico y mi sanador es mi Padre celestial, a quien le pertenezco. Al descuidar mi diabetes, yo realmente le estaba deshonrando. ¿Cómo lo deshonraba? Pues, como con tantas otras cosas en la vida cristiana, la respuesta está en el evangelio.

El evangelio es, en resumidas cuentas, las buenas nuevas de la vida, muerte y resurrección del Hijo de Dios a favor de los pecadores. Dios es un Dios bueno, un Dios de amor, que ama su gloria y ama a sus criaturas. El pináculo de su creación es el ser humano, a quien Dios hizo a Su imagen y semejanza. Pero el hombre ensució y opacó esa imagen al desobedecer a Dios. Y desde que el primer hombre desobedeció, todos hemos seguidos sus pasos. Dios sería justo en condenar al hombre por el mal que hizo, pero en su amor se condenó a Sí mismo en la persona de su Hijo. Y ahora Dios me trata como si yo viví la vida de Cristo porque Cristo murió la muerte que yo merecía. ¡Glorioso evangelio!

Pero resulta que el evangelio implica que hemos sido comprados por precio, el mayor precio del universo. Así lo dice 1 Corintios 6:20 “Porque han sido comprados por un precio. Por tanto, glorifiquen a Dios en su cuerpo y en su espíritu, los cuales son de Dios”.  Ya mi cuerpo no es mío: Dios me compró. Y ahora tengo que glorificarlo con mi cuerpo, y no solo con mi espíritu. Esto significó para mí que si bien es bueno que yo me levantara temprano para ir a la iglesia los domingos, también era bueno que yo me midiera mis niveles de azúcar al despertarme y antes de acostarme. Que yo glorificaba a Dios diciendo que no a alguna comida si no tenía mi insulina conmigo. Y, de hecho, significaba que yo podía glorificar a Dios al ir al médico a mis chequeos regulares.

Este es el asunto del evangelio: fuimos comprados con un precio. Ahora somos libres de la condenación pero esclavos del Señor, el mejor amo que pudiera existir. Yo sé que mi Señor puede sanar mi diabetes o cualquier otra enfermedad. Lo creo firmemente. Pero no tengo certeza de que Él quiera hacer eso conmigo: de hecho, creo que mi diabetes me acompañará toda mi vida terrenal, hasta ver a mi Señor en la eternidad y no necesitar nunca una inyección más. Ahora bien, de lo que sí tengo total y absoluta certeza es que debo glorificar a Dios con mi cuerpo y con mi espíritu, porque eso está claro en la Palabra. Así que, para mí, una glicemia puede ser una forma de glorificar a mi Señor. Y ahí también brilla el poder del evangelio.

Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando