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Uno de los argumentos de aquellos que están a favor del aborto es que el estado no puede basar sus leyes en creencias religiosas. “Debemos mantener a toda costa la separación entre la iglesia y el estado”, dicen ellos. Pero es una falacia pretender tratar con aquellos conceptos que servirán de base a la promulgación de las leyes – tales como los valores, la moralidad, el significado de la vida o la identidad humana – desde una postura netamente secular. De una forma u otra todos traerán a la mesa de discusión sus propios conceptos sobre la existencia o inexistencia de Dios o sus propias ideas de lo que constituye el bien mayor para el individuo y para la colectividad.

Es discriminatorio, entonces, tratar de acallar la voz de los cristianos en ese foro público, sobre la premisa de que nuestras opiniones son religiosas, porque a la larga todas las opiniones que se emitan en esa plataforma serán tan esencialmente religiosas como los argumentos religiosos que ellos rechazan.

Pensemos en el aborto, por ejemplo. ¿Cómo vamos a determinar la naturaleza del nonato? ¿Quién define el momento en que una vida humana comienza a ser sagrada y digna de protección? O ¿cuáles son los valores que debemos colocar como prioritarios al legislar sobre este asunto, el derecho que tiene la madre a decidir si continúa con el embarazo o el derecho que tiene la criatura en gestación a ser protegida? Cualquiera que sea nuestro proceso de argumentación, será imposible mantenerlo en un terreno netamente secular.

Si los cristianos abogamos por valores morales absolutos de ninguna manera estamos atentando contra la separación de la iglesia y el estado (una idea, por cierto, que surgió dentro del seno del cristianismo). En una democracia liberal se debe permitir en el debate la participación de todos los que tengan algo que aportar, cualquiera que sean sus convicciones religiosas o filosóficas.

Por supuesto, la mayor contribución de la iglesia no es la de tratar de moralizar a la nación, sino la de predicar el mensaje del evangelio, por medio del cual los individuos son reconciliados con Dios a través de la persona y la obra de Cristo, y transformados por el poder del Espíritu Santo. Aunque debemos señalar que la historia ha sido testigo una y otra vez de los beneficios colaterales que han producido los grandes avivamientos del cristianismo a nivel social.

Pero como ciudadanos que somos de la nación, los cristianos no solo tenemos una contribución que hacer en este debate moral, sino que tenemos la obligación de hacerlo por causa del mandato de nuestro Señor Jesucristo de amar a Dios con todos nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente, y amar al prójimo como a nosotros mismos. No es el odio ni la discriminación fanática la que motiva nuestro discurso, sino una genuina preocupación por el bien común.

Por otra parte, aquellos que pretenden mantener la discusión sobre el aborto fuera del marco de toda discusión religiosa no se dan cuenta de lo peligroso que resulta ese argumento para sí mismos. Si defendemos la vida humana desde su concepción hasta la muerte es porque creemos que el hombre es un ser creado a imagen y semejanza de Dios (Gn. 1:26-28; 9:6). Si echamos a un lado esta premisa “religiosa” ya no tenemos razón alguna para colocar a los seres humanos por encima de los animales. Cuando una sociedad acepta esta cosmovisión, está sembrando la semilla de su propia destrucción.

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