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Levítico 1 – 3   y   Juan 2 – 3

“Ninguna ofrenda de cereal que ofrezcáis al SEÑOR será hecha con levadura, porque no quemaréis ninguna levadura ni ninguna miel como ofrenda encendida para el SEÑOR”,  Levíticos 2:11.

Este término legal se usa para señalar la obligación que las partes asumen de comunicar todos los hechos relevantes que revisten un contrato o un pacto. En una palabra: Transparencia. Todos esperamos que las “letras chicas” de los convenios que asumimos con terceros no incluyan trampas ni situaciones perjudiciales. Hoy en día se cree injustamente que el contrato que Dios firmó con el hombre era verdaderamente un atropello y que de ninguna manera fue beneficioso para la raza humana. Sin embargo, una lectura detallada de cada uno de los contratos o pactos (Antiguo y Nuevo) que se encuentran en la Biblia, darán cuenta de la transparencia de Dios en el trato con la humanidad.

La intención de limpieza y claridad en las relaciones de Dios con el hombre se observan de manera simbólica en las indicaciones rituales para las ofrendas que los hebreos deberían entregar en el tabernáculo. En primer lugar, Dios desestima la levadura, porque la fermentación de la masa por una sustancia corrupta simbolizaba desintegración, putrefacción. Por lo tanto, el Señor propone la pureza  y la integridad como base fundamental en la relación con Él. Ningún elemento corruptor, por más pequeño que éste sea, es aceptado por el Señor.  Me pregunto muchas veces acerca de la gran cantidad de ínfimos detalles corruptores que permito en mi vida, y que conozco que pueden agrietar mi relación el Señor, pero los dejo, poniéndole letra chica al contrato de amor que fijé con Él. ¿A qué me refiero? Simplemente a los pequeños vicios, a las licencias que en la soledad nos permitimos, a las formas y maneras de actuar y pensar que solo nosotros y los que están muy cerca conocen de nuestras vidas. No son cosas “grandes”, son en realidad “insignificancias”, como la misma levadura que en una pequeña porción puede leudar toda la masa.

Lo segundo es la miel. Al parecer, ella era usada por los pueblos paganos como parte de sus sacrificios y también su fabricación demandaba cierto grado de fermentación. Sin embargo, y permitiéndome cierta licencia poética, creo que la miel podría simbolizar la lisonja y la adulación “empalagosa” con que ciertas personas intentan artificialmente conquistar a Dios. Sencillamente, me refiero a las frases “dulcetes” con las que siempre nos referimos al Señor, la iglesia y sus asuntos, pero cuya zalamería  no tiene punto de contacto con la realidad y los sentimientos que estamos viviendo. Recuerdo a un personaje cómico que veía cuando era niño por la televisión. Este hombre vivía entregando falsa adulación a la gente, pero en cuanto se retiraban de su presencia… no dejaba “santo” en pie. ¿Cuántos de nosotros hemos caído en la falsa adulación? … ¡Queeeé liiiindoooo su traje! … (parece que lo sacó del ropero del payaso tilín) … ¡Exxxceeeeleeeeenteeeee su sermón, pastor! (me arrulló de tal manera… que hasta pude soñar). Como ven, la miel (como símbolo de adulación vacía) no es apta como ofrenda a Dios porque solo es bañar en almíbar la triste amargura del corazón.

Ninguna de nuestras argucias podrá jamás engañar al Señor porque nuestros corazones están abiertos y expuestos delante de su presencia. Por esta misma razón, es que de Jesucristo nadie se pudo burlar: “…porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diera testimonio del hombre, pues El sabía lo que había en el hombre”, Juan 2:24b-25. Y Él también evitó toda falsa elocuencia en miras de poder conseguir que sus oyentes puedan entender la verdad sencilla y transparente. Los evangelios están llenos de sus frases agudas y certeras pero llenas de amor y significado. Para Él no existen “letras chicas” ni contratos con “trampa”, solo la sincera intención de mostrarle al hombre las “Buenas Noticias”; y de esto da testimonio directo el apóstol Juan: “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El”, Juan 3:17.

Hace un tiempo atrás hubo una discusión periodística en Chile por las prácticas religiosas orientales de una conocida estrella del jet set criollo. Comentarios de diverso calibre se fueron sumando, y con el paso de los días se concluyó que todo este despertar orientalista es consecuencia del desencanto de occidente ante la fe cristiana. Lo que más me sorprendió fueron los terribles adjetivos que se levantaron en contra del cristianismo. Una periodista escribió: “(la gente se acerca a las creencias orientales porque) no te obliga a seguir a nadie, no es proselitista, autoritaria, culpógena, ni condenatoria”. Otra artista del medio expresó: “(las religiones occidentales son) sacrificadas, tristes, culposas, sin alegría”. Y para cerrar este collar de finas perlas, un editorialista se atrevió a decir: “El fin del milenio promete sumergirnos en el tiempo más incómodo y fatuo de la espiritualidad. Ninguna promesa mística se cumplió, todas las profecías naufragaron y los milagros son solo anécdotas ilusorias que alguna vez nos contaron”. ¿Es así de terrible nuestra fe?

Basta solo conocer el pasaje más difundido y conocido de toda la Escritura: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en El, no se pierda, mas tenga vida eterna”, Juan 3:16. Si nos acercamos al testimonio de Dios con sinceridad y un profundo anhelo por hallar la verdad, descubriremos que, fuera de todo prejuicio, el amor que el Señor nos tiene inunda todas las cláusulas del contrato que quiere que nosotros firmemos con Él. No hay nada que le podamos ocultar, pero tampoco hay nada que nos quiera ocultar… pero, si nos perdemos en el camino, es solo porque quisimos ponerle “levadura” y “miel” a nuestra ofrenda.

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