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Agustín de Hipona, nacido el año 354 en el norte de África, es uno de los autores más influyentes en el pensamiento cristiano. Él conoció al Señor aproximadamente a los 34 años de edad, luego de una vida bastante licenciosa. Más tarde fue ordenado como obispo en Hipona, actual Argelia, y es en esta posición donde llega a su cúspide de desarrollo teológico e intelectual.

Entre las obras de Agustín, el libro Confesiones es uno de los más conocidos, apreciados e influyentes. Escrito entre el 397 y 398, como una oración a Dios, es una autobiografía donde el autor relata aspectos de su vida antes y después de su conversión, y está repleto de líneas que quedan en la memoria al pasar de los años.

Confesiones de San Agustín: Hablando al corazón por más de dieciséis siglos con el mensaje del poder de Dios para transformar vidas

Confesiones de San Agustín: Hablando al corazón por más de dieciséis siglos con el mensaje del poder de Dios para transformar vidas

Casa Promesa. 130 pp.
Casa Promesa. 130 pp.

Dentro del libro

El libro como un todo se puede dividir en dos partes. La primera, un relato honesto y detallado de su caminar por la vida sin Cristo. La segunda, sus impresiones ya como un nuevo creyente.

La mención a su madre Mónica es recurrente a lo largo del libro. Agustín no es mezquino en ofrecer elogios a la piedad y devoción de su progenitora. Reconoce el carácter piadoso y las oraciones de su madre de esta manera:

“Mi madre cuyo corazón era puro en tu fe y quien buscaba vehementemente a Dios por mi salvación…”(17).

Luego recuerda con nostalgia que:

“Ella empapaba el suelo cada día con sus lagrimas por mi” (página).

Por eso, entre las varias lecciones que nos otorga las Confesiones de Agustín, su devoción por su madre nos recuerda la necesidad y el incalculable valor de la intercesión de los padres por los hijos, en especial cuando se trata de la salvación de ellos.

El libro narra ciertas experiencias que marcaron la vida de Agustín de una manera muy particular, sobretodo aquellas que le revelaron su corrupción. Quizá la historia del robo de peras junto a sus amigos, es uno de los momentos que lo ayudó a comprender la naturaleza de su maldad de una manera reveladora. Tras un riguroso autoexamen acerca de las motivaciones que lo llevaron a robar y de las oscuras emociones que lo acompañaron, Agustín se horroriza por la bajeza de su perverso corazón. En esa contemplación le confiesa a Dios:

“Y lo hicimos solo por gusto, por el disgusto causado. Este es mi corazón, Señor del que tuviste compasión cuando me encontraba en el fondo de un pozo sin fondo. Deja que mi corazón te cuente lo que buscaba ahí: ser malvado porque sí, sin tentación para obrar el mal, solo por la fechoría en sí” (32).

Comentarios como estos son de vital importancia, puesto que aquello que hoy conocemos como el Calvinismo fue formulado mucho antes por Agustín, basado en lo que enseña la Palabra.

La muerte de un amigo cercano, después de una profunda tristeza, despertó un obsesivo temor por la muerte. Esa interrogante acerca de esta realidad lo persiguió por años e influyó mucho para su posterior conversión. Agustín era un maestro en retórica, y más adelante dejó su ciudad natal para emprender una nueva etapa como maestro en la ciudad de Roma, que lo llevaría hasta la ciudad de Milán.

Ese viaje sería el inicio de su transformación. Aunque narra que su madre Mónica daba por sentado la definitiva perdición de su hijo, Dios estaba obrando sus propósitos de una manera que ella no comprendía. Fue precisamente en Milán que Agustín conoció al Obispo de la ciudad: Ambrosio. Su interés por la retórica lo llevó a escuchar a este conocido predicador, aunque no tenía ningún interés por el Dios que él predicaba:

“Escuchaba con diligencia sus predicaciones al pueblo, no con la intención debida, sino probando su elocuencia, para ver si se correspondía con la fama… Me deleitaba en la dulzura de su discurso….aunque no me esforzaba por aprender lo que decía” (76).

Dios estaba martillando el corazón de Agustín con las palabras de Ambrosio, quien más adelante se convirtió en una especie de mentor para él.

El clímax del libro se encuentra en la descripción de su dramática conversión estando a las afueras de un hotel junto a su amigo Alipio. Su nuevo nacimiento fue precedido por una lucha interna en su mente y corazón, pues no estaba dispuesto a abandonar sus pasiones. Pero en esa lucha Dios lo doblegó y reconoció que “salió toda mi miseria a la vista de mi corazón, se levantó una fuerte tempestad que trajo una caudalosa lluvia de lágrimas” (122).

Sin embargo, lo que sucedió inmediatamente después añadió certeza a su experiencia. Mientras lloraba, escuchó desde atrás el cántico de un niño que decía: “Toma y lee, toma y lee”. Agustín tomó estas palabras como una señal divina y cuando abrió su Biblia sus ojos dieron con un pasaje del Nuevo Testamento:

“Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne”, Romanos 13:13-14.

Agustín había entendido el mensaje como el sello de su nueva fe. Agustín había nacido de nuevo.

La última parte del libro se enfoca en su nueva vida como creyente, dejando en claro que su conversión y crecimiento espiritual solo fueron posibles a través de la gracia divina. Expresa la incapacidad humana en la celebre frase “mándame lo que quieras, y dame lo que mandas” (149). Esta expresión luego fue objeto de rechazo por parte de Pelagio, quien no miraba en el hombre la corrupción del pecado.

Acerca de la libertad humana, Agustín reconoce “que el libre albedrío era la causa de nuestro mal hacer…” (97), pues somos esclavos del pecado hasta que su gracia nos libere.

Agustín culmina el libro haciendo una consideración acerca de la creación y la verdad descubierta, inclinándose en reverencia y adoración ante tal majestad.

Conclusión

Confesiones, por un lado, es el relato de la maldad y de la incapacidad humana. Por el otro, es la exaltación de la gracia y poder divino que doblegan esa resistencia natural del hombre. Confesiones es el necesario contraste entre nuestra depravación humana y la gracia transformadora de Dios.

Este clásico de la literatura cristiana nos invita a la consideración de nuestra propia corrupción y miseria, porque solo de esa manera la majestad, santidad y gracia divina toman una dimensión justa en nuestros corazones. En otras palabras, mientras más reconocemos nuestra bajeza, mayor será nuestra convicción, admiración y devoción por la grandeza de Dios, tal como lo experimentó Agustín.

 

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