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De vez en cuando necesitamos que se nos recuerde lo que es obvio. Necesitamos este tipo de recordatorios con más frecuencia de lo que nos gustaría admitir.

Yo sé que yo los necesito.

En varios momentos de mi vida cristiana me he sorprendido por la facilidad que tengo para sacar conclusiones, asumir lo peor, y demonizar a aquellos con los que no estoy de acuerdo. En esos momentos, el Señor me recuerda —a veces dolorosamente— una verdad simple: Matt, no dejes que tu celo por los principios eclipse tu amor por la gente.

Los principios son muy importantes, eso está claro. No tengo interés de levantar una bandera que minimice la importancia de aferrarse firmemente a los principios bíblicos. Pero sí quiero levantar una que dice: Sean cuales sean nuestros desacuerdos en asuntos secundarios, vamos a asegurarnos de que estamos viendo y tratando a nuestros hermanos cristianos como lo que son: familia.

Corazones expuestos

Mi trabajo como editor implica interactuar con una gran cantidad de libros cristianos. Si has pasado mucho tiempo recorriendo librerías cristianas, es posible que hayas notado que la selección puede ser… bueno, de todo un poco. Los creyentes en el occidente moderno tenemos a nuestra disposición más recursos que nunca, lo cual es una bendición y a la vez una maldición. Un amigo que trabaja en el mundo editorial cristiano tomó prestadas las palabras de Charles Dickens para describir el estado de la industria: “Es el mejor de los tiempos, y es el peor de los tiempos”.

Soy propenso a rodar los ojos —si no es que muestro un completo desprecio— hacia los autores cristianos que producen material que no ayuda en nada. Tal vez las librerías y las listas de Best Sellers no son tu problema. Pero solo porque el motivo es diferente no significa que los problemas fundamentales —orgullo, emitir juicios, malicia— no están allí en tu corazón, a fuego lento, expresándose en alguna parte.

La crítica es apropiada en algunas ocasiones, por supuesto. Así como también lo es la confrontación directa. Sin embargo, la calumnia nunca lo es. Y no quiere decir que la difamación solo se vuelve incorrecta en el momento en que es verbalizada. El veneno que no se ha vomitado no es moralmente neutral y no es inofensivo: es letal. Marchita el alma. Tal veneno puede fácil y sutilmente podrir en nuestros corazones, llevándonos de manera sutil a calumniar a aquellos por quienes nuestro Rey murió.

Cuidemos, pues, el no dejar que nuestros corazones se involucren en la difamación silenciosa. ¿Cuestionamiento genuino? Por supuesto. ¿Crítica aguda? Ciertamente. Pero, ¿difamación a nivel del corazón ? En ninguna manera.

Poder impulsado por amor

Hace cuarenta años, John Stott escribió un artículo para la revista teológica Themelios titulado “Pablo ora por la Iglesia”. En él, Stott habla acerca de la oración de Pablo en Efesios 3:14-21, analizando la esencia de las peticiones del apóstol. En un momento dado, escribe:

“Si le preguntáramos a Pablo en qué quería que sus lectores fueran fortalecidos, creo que él respondería que necesitaban ser fortalecidos en el amor… Porque en la nueva y reconciliada humanidad que Dios ha creado, el amor es la virtud preeminente”.

Pero dónde en la tierra podríamos encontrar recursos para tal amor tan contradictorio e imposible de concitar. Stott sigue:

“[Pablo] ora para que podamos estar arraigados y cimentados en el amor, y podamos conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento. Luego pasa de hablar del amor de Dios que va más allá del conocimiento al poder de Dios que va más allá de lo que imaginamos, del amor ilimitado al poder ilimitado. Él está convencido, tal como nosotros deberíamos estar, de que solo el poder divino puede generar amor divino en la sociedad divina”.

Entonces, el poder de amar fluye únicamente a través de aquel que se desangró por nuestra triste capacidad para criticar a cualquiera excepto a nosotros mismos. Fluye de aquel que se levantó con el mismo poder de resurrección que sigue obrando el día de hoy en toda persona sujeta a Cristo por la fe. En la medida en que el Espíritu Santo nos de la facultad de ver lo horrible que es nuestro orgullo y la belleza de su gracia, estaremos libres de las trampas gemelas de la “verdad sin amor” y el “amor sin verdad”, libres para “decir la verdad en amor” (Ef. 4:15). Vamos a tener la habilidad de criticar, corregir, y confrontar sin sucumbir a la difamación, incluso en los confines silenciosos de nuestro propio corazón.

Unidad sin uniformidad

De nuevo, esto no quiere decir que la verdad no es importante. Lo es. Sacrificar la verdad en aras de la unidad es igual de malo —incluso peor— que sacrificar la unidad en aras de la verdad. No obstante, valorar la verdad no es incompatible con la búsqueda de paz (Mat. 5:8; Rom. 12:18; Gal. 5:22). Como lo señaló sabiamente el puritano Jeremías Burroughs, “La diferencia de creencias y la unidad de los creyentes no son incompatibles”.

Que Dios nos conceda la sabiduría y la gracia para mezclar la claridad de convicción con un afecto incansable por los santos pecadores. A pesar de nuestras muchas diferencias, todos los cristianos son compañeros de viaje, compañeros hermanos, compañeros soldados, compañeros de sufrimiento, y coherederos. Tenemos mucho en común, empezando por la eternidad. Que nuestro testimonio al mundo refleje la unidad profunda que compartimos.

Mientras nos esforzamos por ser caracterizados por la verdad del evangelio, obremos diligentemente para ser reconocidos por el amor del evangelio.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Jenny Midence-Garcia. Credito de imagen: Lightstock.
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