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Hace unas semanas, fui a almorzar con un plantador de iglesias de Nueva Inglaterra. Regularmente la gente llama a su iglesia y le preguntan si son “de puertas abiertas”. Me contó que la conversación generalmente transcurre así:

Pastor: Le damos la bienvenida a todos para que se unan a nosotros en la adoración.

Quien llama: ¿Le dan la bienvenida a los gays y las lesbianas?

Pastor: Sí, cualquier persona es bienvenida.

Quien llama: Lo que quiero decir es, ¿les dan la bienvenida y los afirman? Soy lesbiana y quiero saber si se esperaría de mí que cambie para poder ir a su iglesia.

Pastor: Todos son bienvenidos a venir a nuestra iglesia. Pero cuando nos encontramos con Jesús, cuando verdaderamente lo experimentamos, cambiamos. Nadie se libra de eso. Nadie viene a Jesús y se queda igual.

Quien llama: ¿Tendré que cambiar mi sexualidad?

Pastor: Jesús está en el negocio de cambiar todo acerca de nosotros: nuestra sexualidad, nuestra relación con los demás, nuestro dinero, nuestros deseos, y cualquier otro aspecto que te puedas imaginar. Así que sí, venir a Jesús significa cambio – no solo para usted, sino para todos nosotros.

Quien llama: Bueno, entonces esta iglesia no es para mí.

Mi amigo me dijo que la conversación usualmente termina una vez que la persona que llama se da cuenta que la iglesia sostiene la enseñanza tradicional sobre la sexualidad. Me dijo que siempre se sorprende y piensa: ¿Quién pensamos que somos, que podemos llegar a Dios y decirle lo que debe y no debe cambiar?

Tú y yo somos como la lesbiana que llamó.

Pensar en esa llamada telefónica y las demandas que se hicieron antes de que ella viniera a la iglesia me llevó a reflexionar sobre la naturaleza del arrepentimiento y la forma – aunque no queramos admitirlo – en que todos somos como la persona lesbiana que llamó.

Queremos ser afirmados tal como somos. Si me uno a su iglesia, ¿se esperará de mí que cambie mi prejuicio y mi intolerancia hacia las personas de diferentes razas? Yo quiero una iglesia donde la gente luzca y piense como yo. Si me uno a su iglesia, ¿se esperará de mí que cambie mis planes de vida? Sé que la cohabitación no es lo mejor, pero no quiero que la iglesia se entrometa en mi vida personal. Si me uno a su iglesia, ¿se esperará de mí alcanzar a los perdidos con el evangelio? No quiero una iglesia que siempre esté insistiendo en la evangelización. Si me uno a su iglesia, ¿se esperará de mí que dé con generosidad? No quiero una iglesia que hable demasiado de dinero. Si me uno a su iglesia, ¿se esperará de mí que sirva? Tengo mucho que hacer, y, aparte de unas pocas horas a la semana, mi agenda no es negociable.

La lista podría seguir. Al corazón de esta conversación está el arrepentimiento.  ¿Puedo venir a Jesús con mis propios términos? ¿O tendré que cambiar? Así que muchos de nosotros pensamos en la lesbiana que llamó y sin saberlo, respondemos como el fariseo que fue al templo a orar: “Te doy gracias, Dios, que yo no soy así”. Mientras tanto, nos aferramos tenazmente a las actitudes y acciones pecaminosas que caracterizan nuestra vida. Y luego nos vamos a casa sin ser justificados… y sin cambiar.


Publicado originalmente el 30 de Septiembre para The Gospel Coalition.
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